“Aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza
porque el futuro se nos vuelve escarcha”.
Mario Benedetti
El cuarto quedaba al extremo izquierdo de la
casa familiar. Pequeño, en forma de L,
más parecía un almacén que una habitación. Pocos muebles: un gavetero, una cama
estrecha, una mesita. Así lo recuerdo: sombrío,
sin adornos ni ventanas, olvidado tras una puerta casi imperceptible por la
cual entré a compartir mi vida, sin darme cuenta.
Luego conocí su historia. Fue cuarto de desahogo
hasta que don Evelio lo convirtió en su dormitorio. Tras tirar todos los cachivaches allí
congregados, se mudó, una noche en que la esposa lo increpó por su aliento a
cigarro. Fue la última vez que durmieron
juntos.
A la muerte del abuelo, las niñas llenaron las
tablillas de muñecas. Más tarde, los
varones se adueñaron del rinconcito y se convirtió en su casa club. Poco a
poco, la casa se fue vaciando de risas infantiles, y solo permaneció en
aquella habitación el fantasma del abuelo, decidido a recuperar su espacio.
Conocí a Fabián poco después de separarse de su
esposa. Un matrimonio tan breve que no
tuvo tiempo ni de adquirir bienes en común.
Él pernoctaba en la habitación interior de la antigua casa de sus
abuelos, residencia ahora ocupada por una de sus hermanas, cuñado y
sobrinos. Hizo de aquel pequeño cuarto su refugio, no necesitaba más.
Y fue allí donde por primera vez hicimos el amor.
Nunca vivimos juntos ni
repetimos palabras de amor. Jamás firmamos papeles ni hicimos promesas. Nos
acostumbramos a la mutua compañía, a consultar los problemas, a disfrutar cada
instante de alegría y apoyarnos en los momentos de dolor, a respetar nuestros
silencios y adivinar las necesidades y preocupaciones. Vivimos día a día, año
tras año, tan habituados a la presencia del otro, que nos olvidamos de
casarnos.
El tiempo trajo cambios. Fabián adquirió su
propio hogar, yo el mío, su hermana obtuvo un traslado a otra ciudad y se mudó
con la familia. La casa se puso en
venta.
Hoy lo acompaño, como siempre, en el ritual de
la despedida. Con cada rincón, con cada pared, rememora alguna anécdota que me
cuenta, nostálgico. Entra por la puerta
principal al salón de visitas, atraviesa la reja interior que lo conduce a la
cocina, a la sala familiar, a las antiguas habitaciones de los abuelos. Se ve a sí mismo correr por aquellas
baldosas, oye a la abuela: “muchacho, te vas a caer, vas a tumbar a tu
hermanita, te vas a dar un golpe”, la ve abrir el horno y sacar el molde lleno
de galletitas mientras el olor a almendras perfuma todos sus recuerdos.
Sigue el recorrido. El patio, antes lleno de
rosas y nardos, está ahora desierto. Pasa, casi sin querer, de largo por la
entrada de la habitación. De momento, se detiene. Cierra los ojos. Cree
escuchar la voz del abuelo. Abre la
puerta despacio, como si temiera tumbar al anciano al abrirla. Siente el olor a tabaco emanar del
viejo sillón cuyo movimiento rítmico se escucha pausado, constante,
monótono. No ha entrado allí en
años. Abre los ojos. No hay sillón, ni tabaco, ni muñecas, ni
juguetes, ni libros, ni abuelo, ni cama.
Solo estamos él y yo, una amistad de treinta años, y un abrupto
estremecimiento al recordar lo que nunca fue.
Me mira.
Ya no somos los mismos de aquella remota noche. Y sabiendo que yo entendía, me pregunta: ¿La
compramos?
Siluz
Sept 2011
2 comentarios:
Emotivo, conmovedor, intimo y grandioso relato.
Espero muchos más.
Mi abrazo Siluz!!!
Gracias, me halaga que te haya gustado. Un abrazo.
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