31 de enero de 2012

La habitación interior



“Aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza
porque el futuro se nos vuelve escarcha”.
Mario Benedetti


El cuarto quedaba al extremo izquierdo de la casa familiar.  Pequeño, en forma de L, más parecía un almacén que una habitación. Pocos muebles: un gavetero, una cama estrecha, una mesita.  Así lo recuerdo: sombrío, sin adornos ni ventanas, olvidado tras una puerta casi imperceptible por la cual entré a compartir mi vida, sin darme cuenta.

Luego conocí su historia. Fue cuarto de desahogo hasta que don Evelio lo convirtió en su dormitorio.  Tras tirar todos los cachivaches allí congregados, se mudó, una noche en que la esposa lo increpó por su aliento a cigarro.  Fue la última vez que durmieron juntos.


A la muerte del abuelo, las niñas llenaron las tablillas de muñecas. Más tarde,  los varones se adueñaron del rinconcito y se convirtió en su casa club. Poco a poco, la casa se fue vaciando de risas infantiles, y solo permaneció en aquella habitación el fantasma del abuelo, decidido a recuperar su espacio.

Conocí a Fabián poco después de separarse de su esposa.  Un matrimonio tan breve que no tuvo tiempo ni de adquirir bienes en común.  Él pernoctaba en la habitación interior de la antigua casa de sus abuelos, residencia ahora ocupada por una de sus hermanas, cuñado y sobrinos.  Hizo de aquel pequeño cuarto su refugio, no necesitaba más.  Y fue allí donde por primera vez hicimos el amor.  

Nunca vivimos juntos ni repetimos palabras de amor. Jamás firmamos papeles ni hicimos promesas.  Nos acostumbramos a la mutua compañía, a consultar los problemas, a disfrutar cada instante de alegría y apoyarnos en los momentos de dolor, a respetar nuestros silencios y adivinar las necesidades y preocupaciones. Vivimos día a día, año tras año, tan habituados a la presencia del otro, que nos olvidamos de casarnos.

El tiempo trajo cambios. Fabián adquirió su propio hogar, yo el mío, su hermana obtuvo un traslado a otra ciudad y se mudó con la familia.  La casa se puso en venta.

Hoy lo acompaño, como siempre, en el ritual de la despedida. Con cada rincón, con cada pared, rememora alguna anécdota que me cuenta, nostálgico. Entra por  la puerta principal al salón de visitas, atraviesa la reja interior que lo conduce a la cocina, a la sala familiar, a las antiguas habitaciones de los abuelos.  Se ve a sí mismo correr por aquellas baldosas, oye a la abuela: “muchacho, te vas a caer, vas a tumbar a tu hermanita, te vas a dar un golpe”, la ve abrir el horno y sacar el molde lleno de galletitas mientras el olor a almendras perfuma todos sus recuerdos.

Sigue el recorrido. El patio, antes lleno de rosas y nardos, está ahora desierto. Pasa, casi sin querer, de largo por la entrada de la habitación. De momento, se detiene. Cierra los ojos. Cree escuchar la voz del abuelo.  Abre la puerta despacio, como si temiera tumbar al anciano al abrirla.  Siente el olor a tabaco emanar del viejo sillón cuyo movimiento rítmico se escucha pausado, constante, monótono.  No ha entrado allí en años.  Abre los ojos.  No hay sillón, ni tabaco, ni muñecas, ni juguetes, ni libros, ni abuelo, ni cama.  Solo estamos él y yo, una amistad de treinta años, y un abrupto estremecimiento al recordar lo que nunca fue.

Me mira.  Ya no somos los mismos de aquella remota noche.  Y sabiendo que yo entendía, me pregunta: ¿La compramos? 


Siluz
Sept 2011

2 comentarios:

Aristos Veyrud dijo...

Emotivo, conmovedor, intimo y grandioso relato.
Espero muchos más.
Mi abrazo Siluz!!!

Siluz dijo...

Gracias, me halaga que te haya gustado. Un abrazo.