21 de noviembre de 2012

¡Son niños!


Son niños.
Solo niños.
Aquí o allá, al norte o al sur, 
al este u occidente, 
¡son niños!
Uno duerme arropadito en su cama
y otro busca un rinconcito en la calle .
Y son iguales.
Son niños.
Solo sus ojos los diferencian:
unos brillan de asombro  al despertar una mañana de reyes
y otros lloran aterrorizados entre disparos y bombas.
Pero son niños… solo niños.
Uno, quizás en oriente, construye los juguetes
con que juega el de occidente.
Uno recibe su botella tan pronto llora y el otro,
busca entre desperdicios y basura, un bocado que llevarse a la boca.
Uno descansa seguro entre brazos maternales
y para el otro ya no son refugio, la escuela, su casa, el templo ni la calle.
Uno no sabe de dolor ni de rencores
mientras el otro agarra una piedra para poder defenderse.
Uno es abrazado por su madre cada mañana
mientras al otro, en una absurda guerra, toda su familia es asesinada.
Uno es protegido de golpes y caídas
mientras el otro es usado por las tropas como escudo viviente.
Por Dios, ¡son niños!
Son todos iguales.
¿Por qué entonces no hay risas en todas las bocas?
¿Por qué algunos conocen solo terror y lágrimas?
No hay tierra ni religión, poder ni riqueza que valga sangre inocente.
No hay causa, creencia, motivo, razón que pueda justificar tanta barbarie.
Y no creas que  esto no te incumbe o está lejos de tu ambiente.
Pon la cara de tu niño en la de cualquiera de esos otros.
¡Date cuenta!
El hambre de un niño es también el del tuyo.
El miedo de  un niño se ve en los ojos del tuyo.
Los niños de la calle son los niños de tu casa.
Los niños de Gaza son los niños del planeta.
¡Son todos iguales! ¡Son niños!
Y asesinar a un niño es matar la esperanza.

Siluz

14 de noviembre de 2012

Solo el mar es para siempre

"..antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era"
(J.L. Borges)
Tanto movimiento alrededor me asusta. Hoy es el día, sin duda. Han hablado de esto por meses. Antes eran meros cuchicheos, rumores, luego se supo con certeza. “El terreno tiene más valor que los apartamentos”.  “Es una excelente localización para un hotel”. “Los turistas siempre buscan el mar”.  Así llegaron ellos, con cascos como guerreros: marcaron viejos planos, hicieron marcas en mis paredes,  dieron instrucciones, desalojaron a los vecinos y forraron mi base de explosivos.

Ya no queda nadie. Los del apartamento 2 fueron los primeros en irse. Supongo que no quisieron verme caer, sobre todo por los niños. Sería un espectáculo muy fuerte para ellos. Era tan lindo sentirlos regresar del mar, salpicando de sus bocas risas y sal. Revivía, con ellos, aquellos años en los que  yo era una sola y en mi terraza tropezaban juguetes e ilusiones.
Después se fue la pareja de ancianos que vivían en el número 4.  Si no entendí mal, los mudaban a un “hogar de abuelos”, quizás tratando de evitar su verdadero nombre. Salieron despacio, no con la ilusión de una nueva morada, sino con la resignación de quien va a la última. Creo que fueron los inquilinos que más tiempo duraron aquí; claro, después de mi gran familia. Esa sí que no podré olvidarla. Ya va tanto tiempo de eso.  Entonces me pensaba  una casona antigua y respetable, sin saber que otros me consideraban un caserón destartalado. Esos años, en que los dueños reunían a hijos y nietos en sus vacaciones, fue mi época de gloria, la que más disfruté y donde me sentí más útil y amada. Pero a la hora de venderme y convertirme en  casitas de juguete, no respetaron el recuerdo de los viejos  ni la angustia de Marcela.   Ella siempre estuvo, envejeció conmigo, y se había quedado tan sola. La última vez que la vi estaba tan ida, tan distinta, tan lejana. Aun así, estoy segura que era ella.  Quiso utilizar su llave, como antes, pero ya no funcionó.  Marcela sabía que aquí estaba yo. Y yo sabía que era ella. Nadie lo entendió.
¿A dónde habrán ido los del 3? Era una pareja joven, dos mujeres. Fue tanta la angustia al tener que abandonarme, que ni se despidieron de mí. Todas las noches daban la vuelta por el mar, y al cruzar la puerta de entrada al vestíbulo, me saludaban. “Qué bueno estar en casa”, decían. “No sabes cuánta paz nos dan tus paredes”. Eran las únicas que parecían percatarse de mi existencia. Ojalá puedan encontrar otro refugio como el que encontraron en mí.
¿Qué será del inquilino del 1?   Un hombre solo, ya mayor. Nunca lo visitó nadie, ni lo vi salir más allá de la playa. Se sentaba a escribir, horas y horas, caminaba un rato, y volvía a escribir. Antes de irse, guardó sus papeles en una cajita que escondió entre mis muros.  Se marchó solo, sin maletas, sin nada. Temo que, al igual que sus memorias, muera conmigo.

El constante movimiento ha cesado. Ahora hay un silencio cómplice que me grita adiós.  Es el principio del fin. Empieza el conteo regresivo.  10, 9, 8…
Segundos después, ruinas, cenizas, polvo, humo. Y una increíble vista abierta al mar,  mi mar.

Siluz
(basado en el cuento de Pilar Galindo,  Historia de una casa)