29 de septiembre de 2016

A oscuras


“Había salido una luna de este tamaño, mira, y amarilla amarilla como si estuviera hecha de oro, y el cielo estaba todito lleno de estrellas como si todos los cocuyos del mundo se hubieran subido hasta allá arriba y después se hubieran quedado a descansar en aquella inmensidad. Igual que en Puerto Rico cualquier noche del año, pero era que después de tanto tiempo sin poder ver el cielo, por ese resplandor de las millones de luces eléctricas que se prenden aquí todas las noches, ya se nos había olvidado que las estrellas existían”.
La noche que volvimos a ser gente
José Luis González

Mientras chateaba con mi hermana de sus últimas investigaciones sobre nuestros antepasados,  veo que escribe ¡Eureka!  Había descubierto el enlace que le permitía probar nuestros orígenes. De pronto... se apaga todo; ventiladores, luces, televisor. Silencio total. ¿Regresarían los fantasmas del pasado por estarlos invocando?
Por un momento pensé que era un problema local. No tenía idea de la magnitud de la situación  hasta que entra un mensaje de texto de mi hermana: Colapso del sistema. Apagón total.

¿Y ahora, que hacemos? Era casi la hora de buscar a mi hija a la escuela, así que sin remedio, salí a la calle. Terrible el tránsito. Los semáforos apagados, toda una aventura tratar de cruzar una intersección. Me di cuenta entonces que  apenas tenía gasolina.  Y, por supuesto, eran kilométricas las filas en las pocas gasolineras brindando servicio.  Me acordé que tampoco traía efectivo. No me iban a aceptar la tarjeta y los cajeros automáticos no funcionaban. Mirando a cada segundo la aguja, que cada vez se acercaba más a la E, llegué a la escuela  y regresé a mi casa.  Acá estamos a salvo.  Ya llegará la luz, pensamos. Y nos quedamos tranquilos.   Buscaríamos gasolina en cuánto volviera.  Pero no volvió.

Primera noche, todo muy romántico.  Nos acordamos del cuento  “La noche en que volvimos a ser gente”, esta noche volvíamos a serlo. Dejamos de mirar a la pantalla del celular y dirigimos la vista hacia el cielo. Redescubrimos las estrellas, antes opacadas por las luces de la ciudad, que esta noche se lucían ante nosotros, brillantes, orgullosas. Nos olvidamos de las novelas, de los chats, de los juegos virtuales, de la computadora. ¡A hacer adivinanzas!

Fotos desde la Estación Experimental la noche antes y después del apagón.
—Veo, veo
—¿Qué ves?
—Una cosita,
—¿Con qué letrecita?
—¡Con la letrecita E!
—¡Estrellas!

La segunda noche ya no era lo mismo….  Tiene que volver pronto, pensábamos optimistas. Pasó la noche y llegó la luz… del sol. Porque la bombillita seguía  apagada. La señal en los teléfonos era muy débil, casi inexistente.  Y, ¡lo peor, sin Internet! Volvimos a los viejos radios de batería, ¡era la única forma de saber qué estaba pasando fuera de nuestras paredes. La pregunta se repetía en todas partes;  ¿hasta cuándo? Nos empezamos a desesperar al ver la batería de los celulares reduciéndose ¡y no podíamos cargarlos!   Ni de reloj ni linterna nos servirían.

¡Y todavía sin saber porque mi hermana escribió Eureka!

Sentía cómo se iba cerrando un círculo agobiante. Sin poder salir. Sin gasolina. Sin estufa de gas. Sin cafetera. Sin ventilador. Saqué mi viejo abanico de mano. El calor no me dejaba dormir. Ni los mosquitos. Ni la planta eléctrica  de un local vecino que rompía la noche con su escándalo burlón.

Trato de convencerme: Tranquila, aquí  no ha pasado nada. No es un huracán, no es un terremoto, no hay inundaciones, ni  tornados, ni ventarrones, ni derrumbes. Solo se fue la luz.  Dos noches se pasan como quiera.

Al tercer día: ¡Abuela, estoy aburrido!  Y más juegos, y más adivinanzas, y más estrellas. Nos espera otra noche de velas, quinqués, linternas.  No encontramos hielo, nos preocupamos por la carne que se nos va a dañar  en la nevera. Por lo menos, acá no se fue el agua. No me arriesgo a hacer la fila en una gasolinera. Me resigno a quedarnos  en casa. Sin luz. Sin ventilador. Sin hielo. Sin café. Sin gas. Sin TV. Sin internet.

¿Y saben qué? Cautiva pero tranquila. Hasta diría feliz. Porque aquí no ha pasado nada. Estamos bien.  Estamos juntos. Eso es lo importante.

Además, mi hermana gritó Eureka.  Una buena noticia espera.

Siluz
Septiembre 2016




9 de septiembre de 2016

A 4 años de haber empezado el “homeschooling”


 “Mi abuela quiso que aprendiera,
por eso no me mandó a la escuela”
Margaret Mead

     A la edad en que Nahuel empezaría el kínder, estudiamos la posibilidad de que estudiara en casa. Tras considerar los pro y los contra, y dispuestos a aceptar el reto, nos decidimos por el “homeschooling”. En realidad, no distaba mucho de lo que ya hacíamos, pero claro, como no estaba en edad escolar, no lo considerábamos así. Ya hoy tiene nueve años y, si estuviera en la escuela tradicional, estaría en cuarto grado. Pero nunca ha ido a la escuela. De lo que no nos arrepentimos.
      A menudo me preguntan si es lo mejor.  No lo sé. Yo también me lo pregunto muchas veces. Solo puedo hablar de nuestra experiencia. No puedo decir que tenemos un sistema perfecto pero tampoco la escuela lo es.  He leído mucho, analizado, buscado información, ido a orientaciones. Sin embargo, no tengo en mis manos el plan ideal ni el método infalible. Esto es un proyecto que vamos trabajando en la marcha y lo que funciona para mi familia, quizás no funciona para otra. Todos los niños y sus padres (también abuelos, en muchos casos) son diferentes.  Cada escuela en casa también lo es.  Lo que no se puede pasar por alto es que es un compromiso de toda la familia y cada miembro tiene que aportar.
     No se necesita ser maestro para estar a cargo del “homeschooling”.  En nuestro caso, soy maestra retirada pero esto no es un requisito. No tenemos que saberlo todo, solo dónde  buscar. La lógica, el sentido común, la disposición, nuestros conocimientos, el Internet,  los libros de texto y referencias son recursos que nos ayudarán a dirigir a nuestro niño en su aprendizaje. El nivel depende de las habilidades, desarrollo e intereses del mismo niño.  No hay que etiquetarlo en un grado, el niño puede estar “ubicado” (por decirlo de alguna manera) en ciencia de quinto grado y en matemáticas de cuarto. No se estudia para pasar de grado, ni para una calificación ni para pasar un examen. Se estudia para aprender.
     Tampoco se necesita separar una habitación de la casa como salón de clases. Por supuesto que, si tiene espacio disponible, es muy conveniente que cuente con su área de estudio, esté o no en “homeschooling”.  Así sea un rinconcito de la casa o en su propio cuarto, debe disponer de un espacio donde pueda dejar un trabajo sin terminar sin temor a que se le dañe o para leer sin ser interrumpido.
     Cada día tiene 24 horas y todas son nuestras.  Pero no todos los días son iguales. Aprovechamos el tiempo según lo necesitemos.  No tenemos horarios estrictos ni timbres que controlen. Hay días más activos que otros, tampoco nosotros amanecemos siempre igual. En un día, de mucho entusiasmo e interés, podemos tomar tres horas discutiendo nuestra historia.  En otra ocasión, podemos acortar la clase a media hora porque surge otro tema que lo impresiona.  Digamos que hablábamos de la organización de nuestros taínos y como le llama la atención el lenguaje, se le ocurre escribir un cuento usando ese vocabulario. Ahí termina una clase y comienza la otra. ¡A escribir que la musa no vuelve! No hay cadenas, se sigue un fluir lógico y espontáneo.  Y si de ahí quiere ir a pintar un yucayeque, ¡buscamos los pinceles! Después de todo, la vida nos presentará todos los temas a la vez y no por asignaturas.
     Y no es que no hagamos una rutina. Una rutina  te da seguridad y cierta estabilidad pero no puede aprisionarte. No tenemos una hora fija para comenzar  aunque, por lo general, lo hacemos a eso de las 9:00.  No usamos uniformes, no nos presionan exigencias ni prisas. No hay una hora para merendar, paramos el trabajo cuando queramos o sintamos la necesidad. No se pasa hambre, ni sed ni se sufre por tener que ir al baño. No interrumpimos cuando estamos entusiasmados en una tarea pero tampoco la seguimos cuando nos sentimos muy cansados. Por lo general, cubrimos una o dos materias en la mañana y una en la tarde. Pero igual podemos estudiar algún tema por la noche, completar algún proyecto o practicar alguna destreza.  Que un niño pida la computadora para buscar, por su propia iniciativa, cuáles son las estrellas más grandes que el Sol o cómo son los distintos tipos de célula, o que escoja un libro para leer cada noche antes de irse a la cama, es algo que no lo logra ninguna asignación impuesta.
     Aunque, más o menos, nos guiamos por el currículo del Departamento de Educación y los libros de texto del grado a que corresponde su edad, eso no nos limita.  Hemos usado libros de niveles más bajos o más altos, dependiendo del propósito.  Hay ilustraciones que aparecen en libros de los primeros grados que son más llamativas y nos aclaran dudas, así como hemos leído obras de teatro, cuentos y poemas recomendados para nivel intermedio. Lo importante es que lo estimulemos a leer, que nos vea leer, que le leamos. Verá el libro como un amigo, no un villano, que sienta que leer es una diversión y no una obligación. Cuando se lee por gusto, se disfruta lo leído, cuando se lee para un examen, terminamos odiando la historia y al autor.
     La biblioteca está siempre a su alcance. Puede usar los diccionarios, la enciclopedia, los mapas,  los materiales, todos los libros. Que pueda aclarar todas sus dudas en el momento que surjan. También puede usar la computadora y el Internet, los buscadores de información y  vídeos  en cualquier momento. Con la debida supervisión, no debe limitarse la curiosidad del niño. ¿Para qué dejarlo como asignación si él quiere saber ahora? La vida tampoco se le presentará por capítulos. Déjalo buscar, crear, investigar, inventar, experimentar, en el momento que lo necesite. No te sorprenda si dentro de poco sea él  quién te estará ensenando a ti los nuevos programas y tecnología.
Sobreviví al millón de personas
preguntando sobre socialización
     Y ¿la socialización? ¡Qué mucho les preocupa a la gente la socialización! Se imaginarán que los “homeschoolers” son niños retraídos, solitarios, callados. Y yo me pregunto qué entienden por socialización. ¿Estar sentado con otros chicos con los que solo se tiene en común el año de nacimiento? ¿Recibir regaños o castigos si se habla con el estudiante sentado al lado? ¿Compartir una hora en el almuerzo con chicos más grandes que te acosan y molestan? ¿Participar en peleas? Yo entiendo por socialización el compartir con otras personas, de cualquier edad, menores y mayores que él. Poder conversar con niños y adultos, jóvenes y ancianos.  Participar en eventos y actividades con amigos y familiares. Practicar deportes, tomar cursos de bellas artes, ser miembro de organizaciones de la comunidad. No debemos olvidar que nuestra meta es el desarrollo integral del niño y que debemos darle la oportunidad  de adquirir sentido de responsabilidad, respeto y solidaridad.
     Y ¿no hay disciplina?  Por supuesto que sí. No podemos permitir que el niño falte a las más elementales reglas de cortesía y respeto. En la vida hay leyes que tendrá que cumplir. Pero si se procurará que se sienta libre de expresarse, de preguntar, de sugerir, de dudar, de cuestionar, de disentir.

     Recordemos que no tenemos un manual del maestro ni un libro de instrucciones.  Que muchas veces tocamos de oído. Pero es precisamente eso lo que nos permite descubrir nuestra propia melodía.  Es un proceso agotador, en ocasiones más para nosotros que para él. Demanda prepararnos, organizarnos, tantear alternativas, fallar muchas veces, indagar, estudiar, comparar, trabajar.  No tenemos todas las respuestas, pero sí mucha fe en los que hacemos. Y mucha paciencia. Con el niño, con nosotros mismos y con la gente a nuestro alrededor. Tendremos que seguir contestando preguntas de quienes no creen en el “homeschooling”, aguantando sus miradas suspicaces y recriminatorias.  Tendrás que repetir una y mil veces que no se dan notas,  que no tiene que tomar exámenes, que no hay que ubicar al niño en ningún grado ni registrarlo en ningún departamento, que es completamente legal y que sí lo aceptarán en la Universidad cuando llegue el momento.  Que el niño está aprendiendo y lo más importante, que es feliz haciéndolo. Y nosotros también.

Referencia sobre la legalidad en Puerto Rico: http://nche.hslda.org/hs/state/pr/FAQspa.asp

3 de septiembre de 2016

Campaña verde antes y ahora

(Diálogo entre una cliente “baby boomer”
y una cajera de la generación milenaria)

—Tiene que traer su propia funda de tela, señora, ya que ya no se proveerán las plásticas por el daño que le hacen al ambiente. 
—Disculpa, olvidé traerla. Es que no teníamos esta “campaña verde” en nuestra época.
—Claro, es por culpa de su generación que hoy tenemos este problema.  A ustedes nunca  les importó conservar el ambiente,  jamás pensaron en las generaciones futuras.
—Tienes toda la razón, muchacha. Nuestra generación no tuvo esa preocupación. Es que entonces, devolvíamos las botellas de leche, las de refrescos y cervezas. La tienda las enviaba a la planta para ser lavadas y esterilizadas para ser llenadas de nuevo. Así usábamos  las mismas botellas una y otra vez. Realmente eran recicladas. Pero no, no teníamos una campaña verde en nuestros días.
Las tiendas empacaban nuestra compra en bolsas de papel que se reutilizaban para cantidad de cosas; una de las más populares, forrar los libros escolares. Así nos asegurábamos que no dañaríamos los libros que usarían otros grupos después. Podíamos hasta personalizar los forros, pero que pena que no teníamos esta “campaña verde”.
Usábamos las escaleras pues no teníamos eléctricas en los edificios. Caminábamos hasta la tienda pues no necesitábamos una maquina con 300 caballos de fuerza para recorrer dos bloques. Pero tienes toda la razón, no teníamos “campaña verde”.
Lavábamos los pañales de los bebés pues no teníamos desechables. Secábamos la ropa en un cordel y no en máquinas que queman 220 voltios. El viento y el sol eran suficientes en nuestra época. Los niños heredaban  ropa de los hermanos y primos, no siempre estrenaban.  Pero sí, chica, estás en lo correcto, no teníamos “campaña verde”.
Teníamos un televisor o un radio, en la casa, no uno en cada habitación. Y la pantalla era del tamaño de un pañuelo no de un estadio de fútbol. Y en la cocina batíamos y majábamos a mano los alimentos, no necesitábamos que un aparato eléctrico lo hiciera por nosotros. Cuando enviábamos un artículo frágil por correo usábamos periódicos viejos no plásticos con burbujas. No necesitábamos gasolina para cortar el pasto, podíamos empujar una cortadora de grama. Nos ejercitábamos trabajando, no necesitábamos gimnasios ni sus máquinas eléctricas para sudar. Pero cierto, no teníamos “campaña verde”.
Tomábamos de la fuente cuando teníamos sed en lugar de usar vasos y botellas plásticas cada vez que necesitábamos un trago de agua. Llenábamos de tinta las plumas  en lugar de comprar bolígrafos y reemplazábamos la navaja de la rasuradora en lugar de botarla completa cada vez que se embotaba la navaja. Pero no teníamos esa “campaña verde” entonces.
Tomábamos la guagua o íbamos en bicicleta a la escuela. No convertíamos  a nuestras madres en chóferes de taxi de 24 horas en la van que cuesta hoy lo que costaba una casa en los tiempos en que no teníamos “campaña verde”. Había un solo enchufe en cada cuarto y no un banco completo para dar corriente a una docena de aparatos. No necesitábamos una caja computadorizada para recibir señales de satélites a veintitrés mil millas en el espacio para encontrar la pizzería más cercana.
 Es una verdadera pena que las generaciones de hoy se lamenten de cuán botarates fuimos los viejos solo porque no hicimos una “campaña verde” para proteger el ambiente. Mira, chica atolondrada, piénsalo mejor antes de recriminar y pedir cuentas a los de mi generación, sobre todo si ni siquiera puedes darme el cambio correcto sin que esa caja registradora te diga cuánto es.

 (autor desconocido)