26 de junio de 2013

Ella

“...sé que volveré a perderme,
y la encontraré de nuevo
pero con otro rostro y otro
nombre diferente y otro cuerpo.
Pero sigue siendo ella...”
(A. Sanz)

Se vestía con cualquier trapo que encontrara.  Un sombrero rescatado del olvido en el viejo armario de su madre.  Zapatos puntiagudos y finos, recuerdo de épocas mejores, adornados con tejidos de alguna araña indiscreta.  Sobre sus caderas, cada día más menguadas, una falda corta, apretada y desteñida.   En su cabellera larga y lacia asomaban  ya las primeras canas que le hacía lucir como una hippie envejecida.  Una blusa ligera, pieza obligada por el calor agobiante, era el único indicio de un hoy entremezclado con el ayer.


Nunca supe su nombre.  Los chiquillos del barrio le llamaban “la loca”. Y sin embargo, ni uno solo de los que habitábamos entre aquellas pocas calles me parecía más sensible, más brillante ni más coherente. Cuando la conocí, alegaba llamarse Dulcinea  pero desistió de ese capricho al no sentirse soñada por alguna triste figura.  . Dejó de responder  al nombre de Michelle  cuando nadie le dijo “ma belle”.  Pasó entonces a creerse Lucía y aguardar que alguien la buscara en la arena. ¿Mañana, quién sabe?  Alba, Blanca o Clara para vagar por la casa como uno más de sus espíritus. O no,  quizás Nora, huyendo de su casa de muñecas para ser solo ella misma.

¡Cuántas veces la vi frente al espejo colocado junto a su ventana!  Parecía feliz en esos instantes en los cuales admiraba sus galas y era dueña de decidir quién ser o no ser.   Podía pasar horas sin moverse, cual si fuera de cartón piedra. Quizás en espera de que alguien se cargara el cristal de una pedrada y corriera con ella hasta algún portal. 

Magdalena Wrightsman
George de la Tours
Muchas de sus tardes fueron consumidas por la lectura, devorando página tras página todo cuánto llegaba a sus manos.  Leía y releía libros viejos sacados de más viejos anaqueles, otros que le prestaban sus vecinas y hasta los que descartaban las escuelas y bibliotecas circundantes.  Así crecía su colección de personajes y su capacidad para seleccionar nombres y reinventar historias.  Competía con su afán de lectura la pasión por la música, ¡bendita música!; escape del insoportable silencio.   Montañas de discos sobrevivientes al tiempo y los avances tecnológicos,  canciones inigualables “de antes” que sólo podía escuchar en el destartalado “estereo” que se negaba a morir.

Y así transitaba por la vida,  entre risas ajenas y crueles, entre páginas impresas, entre repetidas notas musicales, entre disfraces y  espejos.  Yo la observaba a distancia, comprendiendo, como quien contempla  a una anciana actriz sin escenario, a una soprano sin voz, a una estrella apagada en el firmamento.

En mi retorno al barrio supe que una noche desapareció. ¿Cumpliría su sueño de ser espíritu? Trato de recordarla y la veo, desafiante,  romper la vara dominadora. Desde lejos me confiesa que su nombre es Adela Alba y, en honor a su memoria, imagino una lápida entre las ruinas de su espejo, el cual hizo estallar en mil estrellas antes de partir al infinito.


Elsia Luz Cruz Torruellas
(Siluz)