22 de junio de 2023

El anónimo


"¿Qué será de Borinquen, mi Dios querido?

¿Qué será de mis hijos y de mi hogar?" 

Rafael Hernández

(Lamento Borincano)


No sé si me llaman comevaca, tiznao o sucio. Son nombres que no me denigran, al contrario, me recuerdan que un día me pensé mosquetero. Aunque pasados tantos años, nadie parece recordar las lágrimas y sangre que cada uno de esos epítetos encierra. Ahora mis nietos se ríen, en su ignorancia no imaginan su significado real. Yo soy solo uno más, no cuento, no pasaré a los libros de historia, ni siquiera en la lista de heridos o muertos. Soy un anónimo, sigo aún en este plano. Los verdaderos valientes, los grandes, los que nos motivaron y dirigieron, nos dejaron muy pronto. Los mataron en una guerra que teníamos perdida antes de comenzarla. Quisimos defender una autonomía que, aunque tarde, por fin habíamos conseguido. Desconocíamos ser fichas de un plan estratégico ya trazado. Ellos nos vendieron promesas y sueños, llegaron hablando de libertades y redenciones e ilusos, caímos en el engaño. Así, la esperanza se convirtió en desencanto, perdimos todo el camino avanzado en cuatro siglos de lucha y nos enfrentamos a un futuro incierto por el que, algún día, estos nietos nos juzgarán y culparán.

Tenía diecisiete años en ese fatídico año del 98. Terminaba el siglo 19 y los imperios europeos perdían sus colonias americanas. Un siglo nuevo asomaba con vientos prometedores y yo, con toda la pasión característica de la juventud, me lancé a la aventura. Unido a muchos otros chicos, voluntarios también, sin más entrenamiento que nuestras ganas de victoria y fe ciega en nuestro "D'Artagnan de Mayagüez" nos tiramos a combatir un ejército superior, bien armado que tenía el fin preciso de arrebatarle nuestra tierra a España.

Hasta entonces viví con mis padres y mis cinco hermanos menores en Mayagüez, al oeste de la isla, en una casita próxima a la del patrono. Teníamos un pequeño huerto que nos daba para subsistir. Mi madre criaba a los chicos y hacía labores de aguja para las señoras de la ciudad. Mi padre y yo trabajábamos en el cañaveral, él ganaba treinta y siete centavos pero como yo era aún niño, solo me pagaban diez. El horario era de sol a sol, aunque en tiempos de zafra, comenzábamos a las dos de la mañana. Me parecía agotador, abusivo pero a aquellos hombres que habían dejado su vida en aquellas tierras ya no parecía importarles. La desesperanza de la rutina los había resignado a la miseria inevitable.


Fue para ese tiempo, tendŕia yo unos trece años, que oí hablar por primera vez de Juan Ignacio Bascarán, militar ya retirado. La gente le decía Juancho, y lo llamaban el "gobernador" de la pequeña isla de Mona, próxima a la costa de mi pueblo. Claro que era un cargo que no existía pero decían que, gracias a su defensa, compañías extranjeras no la ocuparon. Él me hizo pensar que luchar era posible, que podíamos aspirar a una vida mejor, que los Goliat sí podían caer bajo la honda de los David.


Cuatro años después volví a escuchar de él. Había estallado la Guerra Hispanoamericana y se decidió a retomar el servicio militar al enterarse que tropas estadounidenses habían entrado por la bahía de Guánica, al sur de la isla. Contaban que solo se oyó el aviso del farero: ¡"trece buques de guerra americanos están entrando por la bahía"! Era el 25 de julio, día de Santiago, y la bandera española ondeaba festiva al viento. Sin resistencia alguna, la arriaron e izaron en su lugar la de franjas y estrellas. Al verla, la tropa que custodiaba la costa abrió fuego, acción que provocó un contraataque desde los buques quedando heridos tanto el teniente como algunos de su tropa. De ahí en adelante, el desenlace se precipitó en dos meses. No es cierto que este ejército fue invitado y mucho menos, que respondiera a una llamada de auxilio cuando tan solo meses antes había bombardeado la capital y provocado el pánico de los sanjuaneros. Si fue recibido con cierta algarabía fue porque muchos residentes se habían sentido abandonados por la "Madre Patria" pues los refuerzos esperados no llegaban. No podíamos sospechar que la Armada que nos daría seguridad había sido destruida en Santiago de Cuba.

Así las cosas, decidimos unirnos a la tropa del Capitán Juancho Bascarán. Éramos alrededor de cincuenta voluntarios, inexpertos, ansiosos, con la ilusión y energía optimista de la juventud sumada a la admiración y fuerza que nos daba tener al mismísimo Capitán frente a nosotros. Deberíamos tener un aspecto muy desafortunado pues el mismo pueblo nos llamaba los " sucios". Quiźas porque solo contábamos con un uniforme que, ciertamente, no lucía como para un desfile militar. Pero nuestra misión iba mucho más allá, no pensábamos en honores ni medallas, queríamos seguir siendo lo que ya éramos, no súbditos españoles ni colonia estadounidense, solo puertorriqueños.

Tras varios encontronazos, interpretados por los conquistadores como derrotas, terminó la guerra. ¡Si nos hubieran dejado batallar un poco más! No sé si es que lo veo a través de mis lentes opacados por el tiempo, pero creo que si no hubiera llegado tan pronto la orden de suspender las hostilidades, otra hubiera sido la historia.

¡Ay,  Capitán Juancho!  Como me gustaría haber tenido tu firmeza y gallardía.   Tuve miedo, me escondí entre los montes, me asustó lo que pasó entonces, la violencia que se desató, los ataques a los peninsulares, con o sin razón, la quema de cosechas y haciendas, el caos que veía venir y temí que tocara a los míos.  Huí con mi familia y callé.  Me interné en las montañas del centro de la isla, olvidé hasta mi nombre y no volví a hacer mención de haber sido parte de los guerrilleros de Bascarán. 


Con sorpresa, supe que el valor del Capitán era reconocido por los americanos  quienes le ofrecieron unirse a su ejército con el mismo rango.  ¡Qué osadía! El Capitán conservaba su entereza y orgullo. Por supuesto, rechazó la oferta y con ese desaire, posiblemente, firmó su sentencia de muerte.  Siendo un hombre de armas , por alguna razón que desconozco, se vio envuelto en un duelo que no provocó.  Fue arrestado y todavía hoy nadie puede explicar cómo  ni por qué amaneció ahorcado en su celda.  Estoy seguro que no fue un suicidio, yo conocí al Capitán.  A sus cuarenta y cuatro años lucía fuerte, decidido, seguro, solidario, no temía al peligro ni lo evadía.  Era nuestra inspiración y  guía.  Sé que hubiera enfrentado cualquier cosa pero jamás hubiera abandonado a sus compañeros en esos tiempos tan cruciales.

¿Qué somos ahora?  Yo, nadie.   Lo que para  los otros fue una "guerrita espléndida" a nosotros nos costó la patria.   Cuándo nos dieron, sin preguntarnos, la ciudadanía que no pedimos, nos convertimos en extranjeros en casa.  Mis hermanos fueron reclutados para pelear en tierras lejanas, por causas  desconocidas y contra enemigos ajenos. Tengo casi setenta años, estoy viviendo en esta mitad del siglo XX "problemático y febril", sin valores, sin ideales, sin dignidad Se rumorea que vendrán cambios, de que ¡por fin! se firmará una Constitución y  aunque ya podemos votar por quien nos gobierne, soy viejo para creer en cuentos de hadas.  Ya he tenido tres ciudadanías, una propia y dos foráneas, veo que la integridad no rinde frutos, que la fe no mueve montañas, que la isla es arrastrada por fuerzas materiales que vencen el honor y la decencia.  Me avergüenza ser tan cobarde como entonces,  viendo venir el golpe de agua y dejándome llevar por la corriente.   Pero…queda mucho siglo aún, ¡quizás  no ha nacido aún nuestro Bolívar!

Siluz

11 de junio de 2023


fotografía del Capitań Bascarán tomada de: http://www.proyectosalonhogar.com/enciclopedia_ilustrada/Documentos_historicos/Protagonistas/P12.htm