7 de agosto de 2010

En tu partida...

Las sillas bajo la carpa permanecen vacías. Solo Titi Ara se atreve a sentarse en la primera. Sus canas le dan ese derecho. Es ahora la matriarca, la única en pie de esa generación que fue nuestro sostén y guía.
Alguien dijo: son para los mayores. Y Sandra y yo nos miramos. Somos las mayores, nos damos cuenta. Y no sé si es para celebrar... porque me parece que los zapatos que nos dejan nos quedan demasiado grandes.
Es el entierro de Titi. Me cuesta decirlo. Lydia Torruellas Soto, la mayor de cuatro hermanos y la única sobreviviente. Genoveva murió a los dos años. No llegaron casi a conocerla. Pero Arturo, Elsia y Lydia, mis alegres tres, compartieron infancia, juventud, vida adulta y vejez. Sus separaciones fueron esporádicas: cuestiones militares o de trabajo. Pero tan pronto podían, corrían uno al lado del otro. Mami, la menor, fue la primera en irse, recién cumplía los sesenta y cinco.
Me contaba ella que en las noches, antes de dormirse se gritaban de cuarto a cuarto, cuando aún vivían en su casita de madera en Santurce: buenas noches, mamin; buenas noches, papin; buenas noches, Lydia; buenas noche, Arturín…buenas noches, Elchin...
Siempre se llamaron así, con esa n al final. Y mami y titi se llamaban las cocalitas. Cócala, esto; cócala aquello.. las cócalas.
A principios de la década del 50, Titi compró casa en la Urb. Roosevelt, que entonces se llamaba F.E.G.I. (Federación de empleados del gobierno insular) Tío Arturo y titi Ara, compraron casa en Puerto Nuevo, a unos diez minutos de distancia. Mami, recién divorciada, con una bebé de poco más de un año y otra de dos meses (esta Pirusiña) ocuparon la casa de Roosevelt junto a los abuelos Juan y Esperanza. Titi y Tío William, una vez regresaron de Panamá, ocuparon su cuarto en la casa familiar. Y allí vivimos los siete… hasta que la vida nos fue separando.
Poco después de cumplir los diez años, descubrí que no éramos eternos. Perdí al abuelo Juan, a mi Papi, en marzo de 1963. Abuelita lo sobreviviría más de veinte años. “Me dicen, Piru, que sufres... no llores por mí. Para pichón, bastante volé” me dijo poco antes de partir. Meses después, nos sorprendería la partida del Tío William.
Sandra y yo nos casamos y formamos nuestras propias familias. Mi hermana construyó casa en Guaynabo y yo vine a Vega Baja, ciudad que me recibió como hija y de la cual ya me siento parte.
En el 91 se nos fue mami. Un año terrible en que la enfermedad la consumió. Con mucho dolor y tristeza. Conoció el llanto, una mujer que nunca dejó de sonreír. Era la persona más dinámica que he conocido, siempre con un entusiasmo contagioso para cualquier proyecto que la ocupara en ese momento. Todo le gustaba, todo era importante, tanto una asignación escolar, una obra de teatro, una actividad religiosa, un juego de pelota, una canción, jugar con los nietos o un momento de tomarse un vinito en el balcón. Trabajó desde los dieciséis años, y tomó la acertada decisión de retirarse a los cuarenta y seis. Se dedicó a sus nietos, a su familia, a la comunidad, a vivir su fe, a darse por entero y con alegría.
La casa se fue quedando sola. Titi la vivió y la mantuvo... mientras pudo. Ya no estaba segura viviendo sola, con sus perras y gatos, a merced de visitas inescrupulosas que se aprovecharon de su ingenuidad. Ya no estaba tío Arturo para su chequeo diario. Y ya no veía bien ni podía caminar. Con dolor en el alma, los cuatro sobrinos supimos que si permanecía allí un día más, la recogeríamos muerta. Del hospital fuimos al Hogar. Ya no regresó a la casa de Roosevelt. Cuando salíamos, en todas las fechas especiales o días de fiesta, fue a mi casita de Vega Baja, donde sé que vivió los momentos más felices y tranquilos de esta etapa.
Querida Titi:
No pensé que te fueras tan pronto…
No tuviste hijos, pero viviste pendiente a nosotros cuatro, tus sobrinos: Arturito, Aranedis, Sandra y yo. Todos me decían que debieron bautizarme Lydia en lugar de Elsia, que yo me parecía más a ti, que parecía ser tu hija..  Y es cierto... Puedo verte en mí y en mi hija.

No te gustaba ver televisión, sin embargo en casa nunca faltó un aparato. Tu emoción era ver a los demás disfrutarla. Así fuera la señal del indio que probaba la nueva empresa o el payaso Pirulí que no nos perdíamos ni Sandra ni yo. Recuerdo que una vez abuelita vio un televisor de mueble, hermoso, y comentó que le gustaría uno así, al otro día, había uno en la sala “para que veas los juegos de pelota”.
Nos celebraste todos los cumpleaños. Organizaste nuestras bodas. De todo momento importante fuiste piedra esencial. Tu vida fue ayudar a mami a criarnos, a que nada nos faltara, como le prometiste.
Nunca guiaste, sin embargo, nos diste carro. No te gustaba retratar, y nos regalaste cámaras de fotografías y vídeos. Invento que salía, invento que comprabas. Sabías que a mami le encantaba todo lo que fuera tecnológico. Y tú, que no sabías ni poner un cd, nos diste todo equipo del que nos antojamos. A ti no te hacían falta: siempre te bastó tu radio de baterías. Era lo único que necesitabas…y el que te acompañó hasta el final.
No sabías música, sin embargo, en casa había piano, guitarras, órgano, mandolina. No faltaban los instrumentos de percusión, sobretodo a la hora de despedir el año. Y todos los cd que nos gustara. Salías corriendo a comprarlos, a veces sin saber ni que pedías.
Porque sí eras un “poquito” despistada. ¡Cuántas veces compraste un traje porque se te parecía a ti. Claro , si ya lo tenías… No me daba coraje porque entonces los heredaba.
Y siempre te gustaba estar combinadita, con los zapatos, pantalla y collar justos y apropiados. Sin embargo, no comprabas ropa cara. Más gastabas en los demás que en ti.
Ibas al colmado todos los sábados. El vinito para Mami, la “Coors”para tío Arturo, las merienditas y salchichas para los nenes, las Medallas para nosotras, los higaditos para el gato, el arroz para cocinarle a las perras, el jugo de uva para los Mercado, lo que tomaba Fanny, o que tomaba Helga, lo que tomaba Elsa… un licor distinto para todas las visitas que pudieras recibir. La felicidad de decir: “allí hay de todo. Sírvanse”.
Ay, titi, había que estar listo para la hora del “glú-glú”. Pero "qué tentación" cantaba Braulio y buscabamos una fría.  Aunque me mandaras a callar cuando berreábamos con Alvaro Torres. "Nada se compara contiiiiiiiigoooooooooo"... Y ahora pienso que es irónico, tú me dabas las gracias por hacerte feliz. Cuando solo te devolvía un poco de lo que me diste.
Podías haberte ido a viajar el mundo. Sin embargo, nunca quisiste ir a ningún sitio si no era con nosotras. Gracias a Dios, y a mami que te impulsó, pudieron ir a México, y cumplir un sueño de los tres.
No olvidaré tus recetas: los spaghetti a la carbonara que bautizaste lidianos, la lasaña gigantesca y riquísima que era nuestra comida preferida, la papa ilusión, el pollo sudado.
Ni tus lidiadas… ¡Cuánto nos reíamos cuando hacías una de las tuyas! Cuando en tu oficina, con no sé cuantos pisos encima, decías que no te preocupabas en un terremoto porque solo tenías un techito de “foam” sobre tu cabeza. O aquella hormiguita que te llevaste a casa en una cajita de fósforo porque no iba a encontrar qué comer en un baño del edificio federal. O aquella carta que le escribiste al alcalde de Ponce y que tu jefe te devolvió porque estaba perfecta pero él no tenía tanta confianza como para llamarlo “Churumba”.
Tu día comenzaba muy temprano, leías en la misa de Radio Oro a las cinco de la mañana, pero antes te ibas al teléfono a tomar las intenciones. Te tocaba hasta servir de despertador a los padres. No te ibas sin prepararle un bocadillo a cada uno.Porque siempre fueron invitados especiales en la casa. Sobretodo, el día de Padres. Día de “king crab”.
Luego a trabajar. Muchas veces ibas y venías a pie. Te opusiste al retiro... hasta que tu maquinilla desapareció y en su lugar te pusieron una computadora. Ese día tomaste tu cartera y dijiste adiós. Llevabas cuarenta y tantos años de servicio.
Fuiste secretaria no solo en tu vida profesional sino de todas las organizaciones de la iglesia. Siempre admiré aquellos signos taquigráficos con que tomabas las minutas de las reuniones y que solo tu entendías.
Te ocupaste luego de organizar los lectores de las misas, de los bacalaitos de las fiestas parroquiales, de que siempre hubiera un sacerdote en las Misas de la Aurora. Recordaba el Padre Osorio que no lo dejabas dormir, que lo despertabas casi a la hora de él acostarse.
No sé ni cómo pasaste de ser titi a ser Titi-gué. Mis hijos te adoraron y tú los adorabas. Me preguntabas: ¿Y ya no viene Juan? Era tu preocupación. Maritza y Nahuel, tus consentidos. Y se te iluminaba la cara cuando pensabas en Noel, "tan bueno y tanto que quiere a mi Lorco”. Querías tener siempre presente los nombres de mis nietos, que no se te escaparan de la mente. Germán, el de Alaska, los de Argentina. Te daba trabajo recordar Urayoán, pero no olvidabas a Mía. Así bautizaste a tu muñeca, la que guardaré para un día dársela. En mayo, como tú, nació Luna y te emocionó que también llevara el nombre de tu mamin. Luna Esperanza.
“Todo pasa y todo queda... pero lo nuestro es pasar... pasar haciendo caminos…”
Un día nos volveremos a ver.
Te voy a extrañar mucho, mucho. Mis domingos siempre fueron tuyos… ¿Qué voy a hacer con ellos ahora?
Gracias por ser quien fuiste. Gracias por ser quien soy.
Te amo
Bendición.
Piru

2 de agosto de 2010

Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos!

Rima LXXIII

Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos.
Taparon su cara con un blanco lienzo.
Y unos sollozando, otros en silencio
de la triste alcoba todos se salieron.
La luz que en un vaso ardía en el suelo, 
al muro arrojaba la sombra del lecho.
Y entre aquella sombra veíase a intérvalos
dibujarse rígida  la forma del cuerpo.
Despertaba el día y a su albor primero
con sus mil ruidos despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste de vida y misterio,
de luz y tinieblas, yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!


De la casa, en hombros, lleváronla al templo
y en una capilla dejaron el féretro.
Allí rodearon sus pálidos restos
de amarillas velas y de paños negros.
Al dar de las ánimas el toque postrero,
acabó una vieja sus últimos rezos.
Cruzó la ancha nave, las puertas gimieron
y el santo recinto quedóse desierto.
De un reloj se oía compasado el péndulo
y de algunos cirios el chisporroteo.
Tan medroso y triste, tan oscuro y yerto
todo se encontraba, que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la alta campana la lengua de hierro
le dio volteando su adiós lastimero.
El luto en las ropas, amigos y deudos
cruzaron en fila formando el cortejo.
Del último asilo, oscuro y estrecho
abrió la piqueta el nicho a un extremo.
Allí la acostaron, tapiáronle luego
y con un saludo, despidióse el duelo.
La piqueta al hombro el sepulturero,
cantando entre dientes, se perdió a lo lejos.
La noche se entraba, el sol se había puesto.
Perdido en las sombras, yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

En las largas noches del helado invierno,
cuando las maderas crujir hace el viento
y azota los vidrios el fuerte aguacero
de la pobre niña a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia con un son eterno,
allí la combate el soplo del cierzo.
Del húmedo muro tendida en el hueco,
¡acaso de frío se hielan sus huesos!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno?
No sé, pero hay algo que explicar no puedo
algo que repugna, 
aunque es fuerza hacerlo
al dejar tan tristes, 
tan solos los muertos.



Gustavo A. Bécquer
Yo me atrevo a añadir... 
¡y qué solos quedamos los vivos
cuando se nos va alguien que amamos!
Titi... voy a extrañarte tanto... tanto...