29 de noviembre de 2007

Buscando a Nora

Los mensajes en mi contestadora eran frecuentes:
“Comunícate, Nora. Mamá quiere hablarte".
“¿Estás hecha una falsa, Nora. ¿Ya no te acuerdas de los pobres?"
“Avísame si vas para la reunión del sábado".
“Te espero el viernes, Nora. No se te olvide".
Años recibiendo mensajes que nunca fueron contestados.
“Mañana te busco. Donde siempre".
“Gracias por lo de anoche, Nora. Te amo".
Lo extraño de todo esto es que yo no me llamaba Nora ni mis noches eran para ser agradecidas.
“Dile a tu hijo que mañana reparten las solicitudes de trabajo".
Entonces Nora no era tan joven como pensaba.
“Recuerda que te toca llevar el vodka”.
Las actividades eran frecuentes. Siempre la esperaban en algún lado. Fiestera la Norita...
“Nora, no has depositado lo de la sociedad".
¡Ay! Ahora también sus acreedores. Como si con los míos no bastara...
Fueron tantos los mensajes recibidos y durante tanto tiempo que terminé por acostumbrarme a ellos. Los borraba como una autómata, ya sin prestarles atención. Siempre supuse que su número tenía que ser muy parecido al mío. Jugué a ponerle un rostro, una familia, un amante, una vida. Pero nada más. Nora no pasó de ser un número equivocado.
Hasta que llegó un mensaje que me preocupó.
“Cuídate Nora. Te estoy velando...”
No suponía que Nora se hubiera muerto, así que eso de velarla me daba mala espina.
¿Cómo avisarle a Nora que se cuidara?
“Eso no se le hace a un hombre. Vas a pagarlo muy caro...”
¿Qué había hecho Nora? Y esa voz...la misma de aquella noche...
Brincaba cada vez que sonaba el teléfono esperando que fuera para ella. Que por lo menos encontrara un enlace, alguien que la procurara, alguien que la conociera, alguien que no fuera el hombre de la amenaza.
Pero todos los mensajes eran para mí, nadie volvió a preguntar por Nora.
Encontrar el número correcto era irrealizable. Podría estar meses cambiando cada número y la probabilidad de que consiguiera a Nora era mínima. Buscar su nombre en la guía telefónica. Sin apellido, imposible. Compré un identificador de llamadas.
Una noche, alrededor de la una de la mañana, sonó el teléfono. Algo me dijo que esa llamada era para Nora.
—Hola... sí, buenas noches... hola...
Solo oía una respiración jadeante al otro lado de la línea
—Te dije que te encontraría. Sé que estás en la casa.. y estás sola.
—¿Quién me habla? ¿A quién busca?
—¿Tan pronto te olvidaste de mí?
Era la misma voz. No sé si Nora lo había olvidado pero yo no. Me asusté tanto que colgué. No debí hacerlo pues aun no sabía el número de Nora y el de quién llamaba aparecía bloqueado. Sonó el teléfono otra vez.
—He dado con tu escondite. Pensaste que no te hallaría. Mira por tu ventana.
Miré. Por un momento, olvidé que yo no era Nora ni conocía a ese hombre . Pero allí , a lo lejos, estaba. Podría jurar que era él, el hombre de la voz, el hombre que buscaba a Nora.
Llamé a la policía, a emergencias, a la guardia municipal, a los bomberos, a cuánto teléfono me acordé que daban para estos casos. Todos me dijeron que cerrara bien la casa, que esperara por ellos, que vendrían a ayudarme. Tengo la idea que no me creyeron pues nadie vino. Total, ¿que podía decir, que una voz buscaba a Nora pero yo no era Nora? ¿Qué no tenía idea de quienes eran, ni él ni ella? Lo mínimo que me iban a decir era loca.
Mejor así porque el hombre se fue al poco rato con la vecinita del frente. No me esperaba a mí, sino a ella. Olvidé que era su costumbre de recogerla los sábados cuando salían a bailar. No era él. Esta persecución me hacía perder el sentido común y la lógica.
Al otro día escucho en las noticias por radio:
“Una mujer de cuarenta y siete años fue asesinada ayer por su novio quien luego se suicidó. Edgardo Sepúlveda, de cincuenta años, mató anoche a Nora Quintero, en la casa donde vivía la hoy occisa con su hijo. Aunque el joven dice que nadie llamó a su casa esa noche, Sepúlveda aún tenía en su poder un celular con el que se presume trató de comunicarse con la víctima. En el teléfono del asesino estaban registradas tres llamadas hechas poco antes de lo ocurrido que serán parte de la investigación.”
Sentí tambalearse mi mundo. Tres llamadas. Recordaba haber respondido a dos. ¿Habría entrado otra después de acostarme? Miré la máquina contestadora. Parpadeaba. Un mensaje recibido. Temblando apreté el botón.
“Te daré paz, Norita. No voy a molestarte nunca más".
Ya nada podía hacerse. Lloré. Aunque no lo creas, Nora, voy a extrañarte.
Sonó el teléfono. No me animo a responder.
—Por favor, deje su mensaje después del tono.
—Nora, soy yo. ¿Nos vemos mañana?

Elsia Luz Cruz Torruellas
(Siluz)


24 de noviembre de 2007

Eterno verano


—No te apartes mucho.
—Hasta las boyas nada más.

A pesar de las protestas de mi madre, siempre me distanciaba un poco más. La atracción de ese mar abierto, la inmensidad del horizonte, el golpear de las olas contra la roca enorme, el azul diáfano del infinito, todo era una llamada irresistible. Me llenaba de una paz embriagante al mirar desde lo lejos a la gente en la playa , alejada de todo y de todos, flotando en esas aguas claras y cálidas. Sentía ser astronauta en el espacio, mirando a mi planeta a distancia, siendo parte del todo pero observándolo imperturbable y ajena.

Cada verano el balneario se llena de gente. El sol quema las pieles blancas de turistas extranjeros mientras los visitantes del interior y los jubilados buscan la sombra que los almendros y las palmas de coco ofrecen. Sobre la arena, los estudiantes de vacaciones durante los meses de junio y julio, forman equipos de volibol playero; los niños hacen castillos o entierran sus cuerpos hasta el cuello y las parejas de adolescentes van dejando sus huellas o escribiendo sus nombres. Hoy, también yo, observo el ir y venir de las olas desde la orilla y escucho su murmullo suave y rítmico.

Tenemos la bendición de poder gozar de la playa el año entero. Aún en “invierno”, cuando las aguas están un poco más frías, disfrutamos de ella como en cualquier otra época. Cuando era niña, los viejos nos advertían que en diciembre cambiaba el viento y llegaban las aguavivas* a la ribera. Decían que si se pegaba una a la piel, producía un terrible ardor y que había que estar muy pendiente, pues eran casi transparentes y pasaban inadvertidas. Pero nunca me encontré una, así que lo tomé como un mito que mi madre repetía, para tratar de asustarme un poco. Para mí, como para mis hermanos y mis primos, no había nada más allá de nuestro océano, ni más estación que el eterno verano.

Nadé desde niña, por lo que me sentía tan segura en el mar como en tierra. Quizás por eso, me atrevía a lanzarme, sin ningún temor, desde la inmensa peña que divide nuestra playa en dos. De un lado, las olas se alzan violentas, iracundas; del otro, descansan pasivas, mansas. ¡Quién dice que son las mismas aguas! Ese caer sobre ellas, es lo más parecido a volar. ¡Una sensación indescriptible!

Aquel día caminaba con mi hermanito por la roca. Iba a enseñarle como tirarse al mar desde su cima, al igual que un día me enseñó mi hermano mayor. Tenía que saber exactamente el momento en que las olas se lo permitirían, y el punto exacto donde debía caer. Pero ese día el viento sopló más de lo acostumbrado, y luego cambió su rumbo. Al momento de lanzarme, percibí algo distinto en el ambiente. “No estamos en verano” pensé. Recordé las aguavivas , sentí nuevamente el golpe de aire, el batir de las olas y dudé. Ese instante de indecisión me hizo dar un paso en falso, y caí. Fue el último paso que di.

Hoy empieza oficialmente un nuevo verano. Allá, al frente, el océano. Aún no me acostumbro a contemplarlo desde este ángulo. Siento que voy a contramano. Lo miro desafíante desde mi silla de ruedas. Sigue ejerciendo un poder cautivador sobre mí. Pero esta vez me devuelve la mirada.

—Sigo aquí. Estoy viva —le grito victoriosa.
— Y tu hermanito también —le escucho responder.

Hoy el mar y yo hicimos las paces.

Elsia Cruz Torruellas
(Siluz)
Escrito para un ejercicio de "Tallerines" en Oct. 05


*aguaviva: La fragata portuguesa o aguaviva, es una especie colonial que vive flotando en la superficie del mar gracias al gran flotador que posee (pneumatóforo), que está lleno de gas, y que puede alcanzar los 30 cm de largo por 10 cm de ancho. Su picadura es muy dolorosa e, incluso, peligrosa para personas débiles o niños. El contacto con sus tentáculos provoca quemaduras en la piel. En determinadas personas sensibles puede llegar a provocar un shock anafiláctico y causar la muerte por paro cardíaco o ahogamiento.

5 de noviembre de 2007

Su mejor homilía

Las monótonas pisadas del cura al ascender al púlpito hicieron crujir los peldaños de madera. Como todos los domingos se aclaró la voz, pero se le olvidó el tema de la homilía al ver entre los feligreses a aquella mujer que había entrado a su confesionario la noche antes. Sentía su mirada fija en él, aquellos ojos negros lo atravesaban como la espada al santo cerca del altar. Recordó las palabras pronunciadas:

—Padre, estoy embarazada.

No hubo reproches ni exigencias. Ni siquiera sorpresa. Quiso disimular pero ella notó su espanto. Sí que estaba aterrado. Su reputación, su carrera, todo por lo que había vivido hasta ahora se iba abajo.

—Déjeme. Yo sigo sola.

Tiempo después me contó que esas frases lo persiguieron toda la noche, que fueron cruciales pues lo obligaban a todo lo contrario. Era necesario enfrentar lo ocurrido. Por dignidad, por principios, por pura decencia. Si antes obró por los impulsos de la pasión, ahora tenía que hacer lo que le dictaba la conciencia. Es así que lo recuerdo: un hombre íntegro, honesto, dispuesto a afrontar las consecuencias de sus actos, a reconocer que no era infalible y sí responsable de sus errores.

Ya en el púlpito miró a todos los pares de ojos que lo observaban con curiosidad. Debió haber palidecido pues el monaguillo se le acercó:

—Padre, ¿se siente usted bien?

Padre. Aquel nombre por el que todos lo llamaban pareció retumbar entre las paredes del templo. Padre...Padre...Si alguien tenía derecho a llamarlo así era el niño que ella llevaba en su vientre. Ése que estaba considerando no traer al mundo.

—Haré lo que usted me diga. No quiero perjudicarlo.

Amigos, no la culpo. Entiendo que estaba asustada, eran otros tiempos. El amor y la admiración por él la obligaban a querer protegerlo. Fue él quien decidió.

— A veces nos dejamos llevar por los instintos. No somos de piedra y el amor nos puede llevar a ser impulsivos. También a recapacitar. Se dice en Corintios que “El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca pasará”.* Por eso, por lo que creo y por lo que espero, en nombre de la Verdad y del Amor, doy paso a la Vida.

Dicho esto, bajó del púlpito y fue hacia el último banco desde donde ella lo contemplaba atónita. Ante la sorpresa de todos salieron abrazados, dejando atrás un torrente de murmuraciones y habladurías. La Iglesia no le perdonó su afrenta, nunca volvió a oficiar una Misa, lo llamaron indigno y traidor. Para mí, no obstante, fue el más valiente de los hombres. Hoy que marcha a encontrarse con el Dios en el que nunca dejó de creer y con mi amada madre, quien se le adelantó en el camino, le agradezco ser quien soy.

Padre, hoy, ante tu féretro, recuerdo aquellos sucesos, porque sin lugar a dudas ese día diste tu mejor homilía. Gracias, papá.

Elsia L. Cruz Torruellas
(Siluz)

* (1Cor. 13:4-8)