28 de agosto de 2015

Mi mejor reportaje

A 10 años de Katrina

     Yo no era el pequeño héroe de Holanda.  Con mi dedo no podría tapar una grieta en el dique ni detener, durante toda la noche, las aguas embravecidas que amenazaran abalanzarse sobre la ciudad.  Pero sí era Peter J. Sullivan, el confiable veterano reportero del “Times-Picayune” y mis dedos mantendrían informados, en esta inesperada amenaza del huracán Katrina,  a los lectores de Nueva Orleans. Formábamos una pareja temeraria: yo, un renombrado reportero, dispuesto a los mayores sacrificios por un reportaje merecedor de algún premio importante y Nueva Orleans, una ciudad viva, alegre, activa, capaz de olvidar, en sus interminables días de fiesta,  el estar rodeada por cuerpos de agua y situada dos metros bajo el nivel del mar.
     Nadie hubiera podido imaginar el cambio de rumbo de Katrina ni que llegara a intensificarse hasta la clasificación más alta dada a estos fenómenos.  Apenas unos días antes, se había formado como depresión tropical cerca de las Bahamas y, lo lógico, fuera que entrara a los Estados Unidos, como tormenta tropical, por Florida. ¿Cómo íbamos a sospechar que se convertiría en huracán 5, se desviaría hacia el Golfo de México, tomando rumbo hacia el noroeste, y arrasaría las costas de Luisiana, Mississippi y Alabama? 
     En la edición del 28 de agosto de 2005, informamos la alta probabilidad que nuestra ciudad estuviera en la ruta de Katrina y se formaran marejadas ciclónicas. Aunque traté de calmar a mi esposa y mis hijas, afirmándoles  que nuestros diques habían sido diseñados y construidos por el cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos y que nuestra casa, de dos plantas, era un refugio seguro, por lo que no teníamos nada que temer, no lograba convencerme a mí mismo.  A eso de las diez de la mañana, el alcalde ordenó la primera evacuación obligatoria de la ciudad. “Katrina puede ser la tormenta que, durante tanto tiempo,  hemos temido”, expresó.  Le pedí a mi familia que se fuera. Todavía estaban a tiempo de llegar a casa de mis suegros, quienes vivían en el Barrio Francés, uno de los más altos de la ciudad.  Les aseguré que nos reuniríamos allí en unas horas, aunque nunca pensé en cumplir tal promesa. No iba a perder la oportunidad de ser parte de la historia. A regañadientes, me obedecieron. O, por lo menos, eso pensé.   Las dejé preparando sus cosas y me fui al periódico a entregarme a mi deber. Y mi pasión.  No tenía idea de lo que nos esperaba.

     Ya en la madrugada del día 29, el huracán Katrina se dejó sentir con toda su furia.  El ruido era impresionante, el de la lluvia,  los truenos, pero sobre todo el del viento.  Esa ventolera infernal arrastraba cualquier cosa que se le interpusiera: señales de tránsito, ramas, animales, autos, techos, casas enteras.  225 kilómetros por hora.  Pudimos sacar la edición matutina, alertando del peligro inminente. Y salí a recorrer las calles, a documentar de primera mano la catástrofe que presentía. La fuerte lluvia no me permitía ver más allá del bonete del auto.  Según pasaban las horas, la situación se complicaba. Vi personas corriendo, defendiéndose como podían del diluvio, ventanas y puertas de cristal explotando, edificios desplomándose, quizás con gente en su interior.  De pronto, un estruendo.  El agua empezó a subir de manera acelerada, como un golpe en el cauce de un río. Esto no es solo lluvia, pensé, aquí ha pasado algo grande…los diques… ¡el lago!    Seguí, cámara en mano, documentando el que podía ser el mejor reportaje de mi vida, creyéndome Noé en el arca. No parecía darme cuenta de la magnitud del fenómeno ni del peligro que corría, hasta que tomé varias rutas,  con la intención de regresar al periódico,  y encontré inundadas  todas las vías de escape.  Temí por mi vida, y no puedo negarlo, por mis fotos.  Estaba seguro que era el único periodista en ese momento en la calle, hoy no sé si el más valiente o el más idiota.  De nada iba a servirme un Pulitzer si lo recibía póstumo, así que hice mi mayor esfuerzo por llegar al refugio más cercano,  el Superdome, y ponerme a salvo.  

     Poco después tenía el gran titular: “la ciudad del jazz y el soul yace bajo agua”. Me urgía salir del estadio,  informarme para informar. La incertidumbre me enloquecía, sentirme varado también.  La mayoría de las carreteras estaban intransitables, el puente colapsado, y las únicas vías posibles eran reservadas para las autoridades  o emergencias médicas.

     Ser un periodista reconocido tiene sus ventajas. Una de ellas, recibir ayuda de la guardia nacional para llegar al periódico. Imposible sacar la edición impresa, pero sí era posible que saliera la virtual.  La misma necesidad que tenía yo de comunicarme con mi esposa y mis dos hijas, la tenían miles de personas. Nadie, de las más de veinticinco mil personas refugiadas en el Superdome, al que se le había desprendido ya parte del techo, conocía el destino de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares… ni siquiera el propio.  Desde el periódico, podríamos hacer una red de comunicación donde las personas ubicaran a sus familiares.  A todo esto, yo confiaba en que mis hijas estuvieran, con su madre, en casa de los abuelos.  Tres días, con sus noches, estuvimos sirviendo de enlace, anunciando personas desaparecidas y refugiadas, haciendo listas de heridos y muertos, informando medidas de seguridad, puntos de ayuda, repartición de agua potable, alimentos y medicinas.  Fue entonces que ¡por fin! pudo entrar una llamada de los suegros.  —Estamos muy preocupados por ustedes.  ¿Cómo están? —Pero, ¿cómo? —les pregunto ¿no están Anna y las niñas allá? 
No, no estaban.  Ellos ni siquiera sabían que iban para allá. Sentí miedo, mucho miedo, más que en todos los días anteriores. En ese momento, olvidé todas las precauciones dadas a los demás, y me lancé a la calle a buscarlas.  Tenía que llegar a mi hogar, o lo que quedará de él.  El periódico puso a mi disposición un bote, era la única forma de moverse en ese caos. Nunca vi tanta destrucción, casas sumergidas o destruidas, personas buscando entre las ruinas sus pertenencias, y peor aún, a sus familiares. Mi instinto periodístico me dominó, tomé la cámara y disparé fotos a granel. Quise capturar en imágenes la desesperación y el sufrimiento humano, en todas sus manifestaciones. Cadáveres de animales y personas flotando entre los escombros.  Clic. La histeria de aquella madre removiendo con sus manos fango, agua, maderas y piedras en busca de sus hijos. Clic.  El desamparo de un niño, asustado, solo, abrazando su oso de peluche, tan entripado como él. Clic.  La desesperanza de aquel anciano con sus ojos perdidos en la distancia tratando de encontrar un porqué. Clic.


     Llegué a mi casa. Balcones, terrazas y parte del techo, desaparecidos; las paredes aún en pie. Resistió, como vieja guerrera, los embates de Katrina. Adentro, caos total: enseres, muebles, libros, equipos, cuadros, lámparas, todo por el piso, roto, mojado, dañado.  Mi  ansiedad iba en aumento, mi familia no estaba allí.  Subí las escaleras a brincos. Como un mal presentimiento, me detuvo una pregunta: si las encuentro muertas, ¿también las retrataré?  Aterrorizado por la imagen en mi mente, pasé de observador a víctima. Sentí vergüenza de mi insensibilidad, de mi falta de empatía, de la callada pretensión de ganar un premio basado en el dolor ajeno.  Juré que jamás publicaría las fotos tomadas, réplicas de la angustia que yo ahora sentía. Ya no me importaban reportajes, trabajo, fama, casa, fotos, reputación, ¡nada!, solo encontrar a mi esposa y mis hijas…

     En una de las pocas habitaciones con techo, por fin las vi, juntitas las tres, en esperándome. Sus ojos, ya sin lágrimas, pero con el horror de lo vivido reflejado en sus pupilas. Nunca se fueron, no querían dejarme atrás y cuando se dieron cuenta del peligro, no pudieron salir.  No era momento de reproches. Nos unimos en un largo abrazo, en silencio, con la certeza de haber conservado lo más importante, la vida.  Más de mil ochocientas personas no habían tenido tanta suerte… 

Siluz