30 de agosto de 2013

Aquel 30 de agosto

     Mi pueblo lloró.  Lloró esa mañana del 30 de agosto en la cual quebrantaron su calma y su paz. Sobre sus vegas bajas cayeron las fuerzas invasoras. Entraron en nuestras casas, empujaron y maltrataron a nuestras madres, asustaron a nuestros hijos, violaron nuestra intimidad, rebuscaron nuestros papeles. Dueños y señores de una tierra ajena que no los necesita ni los quiere.
     En un solo grito se unieron las voces de doña Gloria, doña Cristina, doña Leticia, doña Inés: “Mi hijo, ¡suelten a mi hijo!”
     En un solo llanto se unieron las lágrimas de Mariana y Orlandito, de P.H., Carita y Norbertito. “¡Papá, Mamá! ¿A dónde los llevan?”
     Desde lejos, sentimos los ojos angustiados, confusos, solitarios de Ramón y Luriza: ¿Dónde está Papi? ¿Qué han hecho con Mami?  ¿Dónde está Padrino?”
     Los hermanos, los amigos, los compadres, los compañeros, los primos; todos conocían a alguien que era de la familia de alguien.  “Si yo lo conozco desde chiquito”.  “Si ese es un alma de Dios”. “Si ese muchacho es un niño grande”. “Si son los hijos de Cristina, tan buenos muchachos”.  Bendición de pueblo grande que conserva lazos de pueblo chico.
     
“Fue sacado de la cama”. “No lo dejaron ni vestirse”.  Mas estaban firmes. Entre cadenas, pero libres. Mientras ellos, los otros, están atados al servilismo imperialista.
Ya no es hora de llorar. Nuestras lágrimas partieron con ellos al verlos alejarse en aquellos helicópteros burlones, cínicos,. “todopoderosos” que frente a nosotros, nos los arrancaron. Aquí quedaban sus madres, orgullosas, comprensivas, fuertes.   “De ningún modo le pido yo a mis hijos que se entreguen”. Y aquí también quedaban sus hijos, fieles reflejos de sus padres. Los padres patriotas conciben hijos patriotas. No puede ser de otro modo.
     No, ya no es hora de llorar. Es hora de que luchemos juntos para evitar otra madrugada como la de de aquel viernes 30 de agosto. Es hora de impedir que se lleven a los hijos de esta tierra y los encarcelen por sus compromisos e ideales. Es hora de evitar la intimidación y el hostigamiento. Es hora de vencer al dios del miedo.  "Solo entonces seréis libres". 
    En mi vega ayer había nueve amigos.  Hoy son símbolos de la patria. Mi pueblo no tiene por qué llorar.  

Siluz
8 de septiembre de 1985
Tras los arrestos del 30 de agosto de 1985.
A Norman, Papo y Lucy, Ivonne y Peco, Carlos, Coqui, Norberto Y Avelino, en solidaridad vegabajeña.

21 de agosto de 2013

70 años cantándole a mi viejo San Juan

Cuando el joven soldado acuartelado en Panamá le solicitó a su hermano le escribiera una canción que expresara su nostalgia, no imaginaba que encendía una chispa que ardería en muchos corazones.  Transcurría la Segunda Guerra Mundial, muchos boricuas estaban en servicio activo y Noel Estrada supo transmitir la melancolía que nos arropa al estar fuera de la patria.  Así en agosto de 1943, nació En Mi viejo San Juan, canción que se convertíría en un segundo himno de la nación puertorriqueña. Es un honor que hoy comparte con Verde Luz de Antonio Caban Vale y Preciosa de Rafael Hernández, temas que al escucharlas lejos de nuestra isla, no podemos evitar una lágrima.
En Mi Viejo San Juan fue grabada por primera vez en el 1946 por Fernandito Álvarez y su Trío Vegabajeño. Iba acompañada por Lucerito de plata (del compositor Pepito Maduro), Fichas Negras de Johnny Rodríguez y El amor del Jibarito, también de Noel Estrada.  Llegó a considerarse demasiado regionalista por la RCA Victor y se pensó eliminarla del disco, pero Fernandito insistió hasta el punto de exigir que si no se grababa esa, tampoco las otras.  El resto es historia. En mi viejo San Juan se convirtió en el primer gran éxito del Trío Vegabajeño e inmortalizó a Noel Estrada, su autor.

En mi Viejo San Juan
cuántos sueños forjé
en mis años de infancia.
Mi primera ilusión
y mis cuitas de amor
son recuerdos del alma.
Una tarde me fui
hacia extraña nación
pues lo quiso el destino
pero mi corazón
se quedó frente al mar
en mi Viejo San Juan.

(Coro)
Adiós (adiós, adiós)
Borinquen querida (tierra de mi amor)
Adiós (adiós, adiós)
mi diosa del mar
(mi reina del palmar)
Me voy (ya me voy)
pero un día volveré
a buscar mi querer,
a soñar otra vez
en mi Viejo San Juan.

Pero el tiempo pasó
y el destino burló
mi terrible nostalgia.
Y no pude volver
al San Juan que yo amé
pedacito de patria.
Mi cabello blanqueó
y mi vida se va
ya la muerte me llama.
Y no quiero morir
alejado de ti
Puerto Rico del alma.
En mi viejo San Juan ha sido cantado y grabado por infinidad de cantantes locales e internacionales. Son muy conocidas las versiones de Javier Solís y el Trío Los Panchos, así como las de Libertad Lamarque, Rocío Durcal, Daniel Santos, Ismael Miranda, José Feliciano, Charly Zaa y Marco Antonio Solís. Ha sido grabada en distintos idiomas y en diferentes géneros, desde el tango hasta la ranchera.
Este agosto de 2013, en mi viejo San Juan cumple sus primeros 70 años de eternidad.  Con esta entrada queremos honrar a su autor Noel Estrada y recordar tan bella canción que, desde siempre, nos ha emocionado, en especial cuando estamos lejos de casa.

15 de agosto de 2013

Dejé mi piel en Isla de Cabras


“Libre,
como el sol cuando amanece,
yo soy libre, como el mar.
Como el ave que escapó de su prisión
y puede, al fin, volar”.
Nino Bravo

El  fortín estaba en actividad continua. Desde su única garita, los soldados ofrecían vigilancia constante al puerto. Los veíamos subir y bajar, entrar y salir, cruzar la bahía hacia y desde la isla grande.  Su nombre oficial era San Juan de la Cruz pero, todos, lo conocíamos como el Cañuelo.  Fue construido en tiempos de la colonización española en el islote cercano a la Isla de Cabras, a la entrada oeste de la bahía de San Juan. Reforzaba al Fuerte de San Felipe del Morro, guardián principal de la ciudad capital, que se alzaba señorial e imponente, justo al frente.
A mis hermanos y a mí nos gustaba observar, desde nuestro lado del mar, lo que allí ocurría.  Ellos jugaban a ser militares y formaban tales batallas que mamá, en ocasiones, tenía que intervenir.  Para mí, el fortín era un castillo medieval y su garita, una torre encantada, como las de los cuentos que papá leía después de la cena.  Me imaginaba princesa cautiva de alguna hechicera, en espera del Príncipe Azul quien, en cualquier momento, llegaría en un corcel alado a mi rescate.

Vivíamos en el paraíso, uno muy pequeño, pero paraíso al fin.  Isla de Cabras, rodeados de mar, vegetación, algunos animales  y muy poca gente. Allí podíamos correr y jugar sin temor de perdernos o que alguien nos hiciera daño.  Nuestro único límite era el hospital prohibido, al fondo de la isleta. Teníamos la libertad para ir a cualquier sitio menos a aquella edificación.  Por supuesto, eso agigantaba nuestra curiosidad y, de vez en cuando, desobedecíamos y nos escapábamos.  Nunca habíamos logrado ver a los enfermos, ni nos atrevíamos a entrar, pues las palabras de mamá eran amenazantes.   “Es contagioso”, advertía, “si alguno de ellos te mira, se te caerá la piel”.  Fueron muchas las veces que subimos al muro circundante, pero jamás osamos  brincar al otro lado.  Allí vivía gente aislada del resto de la población, prisioneros sin delito, cautivos sin condena. No quería convertirme en uno de ellos.

Aunque, en cierta forma, también nosotros estábamos separados del mundo. Entre San Juan y la isla, una profunda bahía; mis únicos amigos eran mis hermanos y no veía a más adultos que a mis padres y los pocos empleados de la isla.  Don José, mi papá, era el encargado de la seguridad y el mantenimiento. Cada dos semanas iba, por barco, a la isla grande, a rendir su informe y buscar provisiones.  En las pocas ocasiones que me llevaba, cuando cruzábamos la bahía y pisábamos los adoquines de la antigua ciudad amurallada, descubría otro mundo, otra forma de vivir. Eran los últimos años del siglo 19 y, aunque todavía no lo sabíamos, también los últimos de dominación española.

Llegaron tiempos de guerra.  En Puerto Rico (junto con Cuba, las únicas colonias que conservaba España en América) se temía alguna represalia como secuela de la explosión del Maine en La Habana. Con sorpresa, vimos cómo en mayo de 1898, el gobierno español hundía dos de sus barcos de vapor, el Manuela y el Cristóbal Colón.  Papá nos explicó que el propósito era  bloquear la entrada al puerto y, por eso, los habían colocado en la parte más estrecha de la bahía, justo entre el Morro y nuestra Isla de Cabras. Para tranquilizarnos nos decía que eran medidas preventivas, que no nos preocupáramos, pero yo veía la misma ansiedad en sus ojos que cuando se aproximaba un huracán. Días después apareció toda una escuadra estadounidense cerca de los muros del Morro.  Durante la noche, y a oscuras, los barcos habían sido acomodados en lugares estratégicos. El Iowa, un acorazado, fue el primero en disparar.  Poco después, desde el Castillo San Cristóbal escuchamos la respuesta.  Así comenzó el bombardeo al Morro, dos horas de angustia  y terror.  Las bombas seguían cayendo, en el mar, en los barcos anclados, en la misma ciudad de San Juan. El viento parecía traernos gritos del otro lado de la bahía, rezos.  Imaginábamos a los habitantes  huyendo hacia los pueblos cercanos.  Y nosotros, en la isleta, en el mismo centro de un fuego cruzado, a punto de ser convertidos en botín de guerra y sin posibilidad de escapar.

En medio de toda esta conmoción, mi curiosidad imprudente me tentó a salir del refugio. Papá nos había hecho ocultarnos en una tormentera que había preparado para los días de mal tiempo.  Sospechábamos que no era a prueba de bombas ni balas, pero aun así, allí nos sentíamos más seguros.  Aproveché un momento de aparente calma en que mis padres se durmieron para husmear por los alrededores.  Me llamó la atención aquella mujer, cubierta con una manta, a quien nunca había visto.  Estaba arrodillada en la arena, mirando hacia el mar. Aún salía humo del Castillo del Morro, pero no era eso lo que contemplaba. Su vista estaba fija en las olas a las que nadie podía bloquear la entrada y las cuales seguían estrellándose, una y otra vez, en las murallas de la ciudad.  Me acerqué a ofrecerle ayuda. Me miró.  Apenas pude ahogar un grito, se le veían llagas en los brazos y las piernas, había perdido el cabello y tenía un hueco horrendo donde debió estar la nariz. Mi primera impresión era que había sido herida por una de las bombas, pero ella misma me aclaró, casi sin voz, que no me le acercara, que estaba leprosa.  ¡Una de las enfermas del hospital prohibido! Salí corriendo de regreso a mi refugio, más asustada que antes.  No volví a verla, pero sus ojos me persiguieron por mucho tiempo. Y, el miedo a que se me cayera la piel, también.
Meses después, papá nos dio la noticia.  “Nos vamos, chicos, a vivir a la ciudad”.   La decisión nos tomó por sorpresa.  ¿Cómo íbamos a abandonar este mundo de aventuras y fantasía donde éramos felices?  Papá insistió en que teníamos que abandonar la isla, que mis hermanos y yo nos estábamos criando como salvajes, que necesitábamos escuela y socialización.  No le creímos, sabía que algo más pasaba.
No lo comprendí hasta que no vi las astas del lejano Morro.  Ya no estaba allí la bandera acostumbrada. En su lugar, ondeaba una desconocida, de franjas y estrellas. La Isla de Cabras pasó a otras manos  y papá perdió su empleo.  Nos mudamos a la ciudad capital en la isla grande. Me matricularon en una escuela, donde se impartían las clases en inglés, se cantaba otro himno, se menospreciaba lo hispánico y se glorificaba una historia ajena. Me sentaban en un salón de clases con otros treinta niños, tan confundidos como yo.  Era entonces cuando, perdida en mis recuerdos, me convertía en gaviota y volaba libre sobre la isleta, la que podía ver al otro lado de la bahía, tan cerca pero inalcanzable.
 El siglo 20 llegó a Puerto Rico con aires reformadores, intentos fallidos de convertirnos en lo que no éramos, de hacernos pensar en un idioma que no entendíamos y bailar al son de una música que no era la nuestra.  Igual de fallidos que la idea de olvidar mi Isla de Cabras, mis primeros años de infancia, y aquellos ojos, tan desesperanzados como mis ansias de libertad, que quedaron anclados en la arena junto a mi piel de niña.

Elsia Cruz Torruellas
24 de julio de 2013
a mi abuelita Esperanza, que vivió sus primeros años (1892-98) en Isla de Cabras

Nota:
La Isla de Cabras, por su ubicación estratégica en la entrada de la Bahía de San Juan, frente al Morro, cobró importancia militar tanto bajo el gobierno español como el estadounidense.  Originalmente estaba formado por una isleta alargada  y un islote rocoso cercano.  En este último, se construyó, en el siglo 17, el fortín San Juan de la Cruz, conocido como “El Cañuelo”.  
A finales del siglo 19, con el fin de aislar a las personas contagiadas con lepra, se construyó allí un leprocomio.  Además, una casona, un dispensario y una casa para el mayoral o encargado y su familia. Para el 1910, vivían en la isleta 20 pacientes y 14 empleados. El leprosario fue cerrado en 1926, pero permanecen sus ruinas en la Isla.  

Hoy ambas islas están unidas a la “isla grande” y pertenecen al municipio de Toa Baja, Puerto Rico.  Es un área recreativa con una hermosa vista al viejo San Juan, sus edificaciones, la bahía y el Castillo del Morro.

6 de agosto de 2013

Maestros del sarcasmo

Muchas veces confundimos sarcasmo e ironía.  La línea divisoria es muy delgada y más bien depende de la intención del interlocutor.  Cuando hablamos de ironía queremos dar a entender lo contrario de lo que se dice.  Un sí significa no y cualquier palabra su antónimo.  Lo confirmamos con la entonación que usamos, algún gesto de cara o manos o al escribir con el uso de comillas. En el sarcasmo también se da a entender lo contrario de lo que se dice pero con burla o desprecio.  Por lo general, la intención de las palabras va más allá de lo que estas muestran. En su aparente contradicción, el sarcasmo ofende, maltrata, agrede.  La ironía es mucho más sutil y con algún grado de comicidad.
Una definición atribuida a Oscar Wilde dictaba que el sarcasmo es “la forma más baja de humor pero la más alta expresión de ingenio”.  No le falta razón.

Maestros del sarcasmo




Oscar Wilde:

"La tierra es un teatro pero la obra tiene un reparto deplorable"
"La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino haber sido joven."
"La única diferencia entre los santos y los pecadores es que los santos tuvieron su pasado, y los pecadores tienen su futuro.
"Los dos momentos más decisivos de mi vida fueron cuando mi padre me envió a Oxford y cuando la sociedad me envió a la cárcel."
"Los músicos son terriblemente irracionales. Siempre quieren que uno sea totalmente mudo en el preciso momento que uno desea ser completamente sordo”.

"Puede que consideren una falta de educación que me presente ante ustedes fumando, pero de menos educación considero que le interrumpan a uno mientras fuma”. (Frase que pronunció después de ser requerido por el público para salir a saludar tras la representación teatral de una obra suya.)


Jacinto Benavente:

"Bienaventurados nuestros imitadores porque de ellos serán nuestros defectos.

"Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa".

"Dicen que me burlo de todo, me río de todo, porque me burlo de ellos y me río de ellos, y ellos creen ser todo".

Sólo temo a mis enemigos cuando empiezan a tener razón".
"Todos creen que tener talento es cuestión de suerte; nadie piensa que la suerte puede ser cuestión de talento".




“Nadie es como otro. Ni mejor ni peor. Es otro. Y si dos están de acuerdo es por un malentendido”.
Jean Paul Sartre

"Quien sabe hacer música, la hace; quién sabe menos, la enseña; quién sabe menos todavía, la organiza, y quien no sabe, la critica".
Luciano Pavarotti

“La honestidad es la mejor política - cuando hay mucho dinero en ella”.
Mark Twain

“Las calamidades son de dos tipos: desgracias para nosotros, y buena suerte para los demás”.
Ambrose Bierce

Los mansos heredarán la tierra, pero no los derechos sobre los minerales”.
J. Paul Getty

Cuando las personas son libres de hacer lo que quieran, por lo general se imitan unos a otros”.
Eric Hoffer

Mucha gente rica no son más que empleados de limpieza de sus posesiones”.
Frank Lloyd

Cuando las ideas fallan, las palabras vienen muy prácticas”.
Goethe

“Quédate conmigo, quiero estar solo”.
Joey Adams

“La más clara prueba de que hay vida inteligente en otros planetas es que todavía no han venido a visitarnos”.
Sigmund Freud

"Yo divido a los críticos en dos clases: los malos y los que me elogian".

 “Me siento tan miserable sin ti, es casi como si estuvieras aquí”. 
Stephen
Bishop 

"¿En su país todavía hay caníbales?"
Pregunta de un periodista en una entrevista a Jorge Luis Borges.
"Ya no - contestó aquél -, nos los comimos a todos."

“Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana, y del Universo no estoy seguro"
Albert Einstein

“Cuando Thatcher habla sin pensar, dice lo que piensa”.
Lord St. John de Fawsley refiriéndose a Margaret Thatcher

“Que George no era precisamente un académico ya lo sabíamos todos, pero que es tan iletrado, grosero y poco brillante es una sorpresa que apenas hemos descubierto durante su presidencia.” 
John Adams sobre George Washington

“Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”.
Napoleón Bonaparte.

“Lo malo de hacer sugerencias inteligentes es que uno corre el riesgo de que se les asigne para llevarlas a cabo”.
Gene Brown


“Adjunto dos entradas para el estreno de mi nueva obra, trae un amigo… si tienes alguno”. 
George Bernard Shaw a Winston Churchill 
“Posiblemente no pueda asistir la primera noche, asistiré a la segunda… si la hay”. 
Respuesta de Churchill a Shaw