30 de noviembre de 2010

Siento ruido por las noches

“Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones,
amor mío, al alba…”
Luis Eduardo Aute

     El silencio no es característico de nuestras noches. El coquí acostumbra importunar al extranjero aunque a los nativos se nos hace difícil dormir sin su cantar. Sobretodo, cuando llueve, el coro es impresionante. Más aún, si lo acompaña algún grillo. Son los sonidos nocturnos del campo boricua, sonidos que se extrañan cuando se está lejos.
     Acá, en esta ciudad, tampoco hay silencio. Durante el día escucho el paso del tren al aproximarse a la estación, aviones que confundo con truenos, voces humanas amplificadas, bocinas de autos, autobuses y camiones, el engranaje del elevador en su interminable sube y baja, el chirriar de la rejilla cuando se detiene en mi piso, pisadas que van y vienen, bandejas, frascos, cristales, ruedas, sollozos, gritos. Los primeros días me resultaba imposible conciliar el sueño, pero ¡a todo se acostumbra una!
     No, es mentira. Hay situaciones a las que es difícil acostumbrarse, circunstancias intolerables que nos obligan a salvar a quienes amamos y recuperar nuestra dignidad. Aún a costa de la libertad.
     Así fue que perdí mis colores. Mis verdes y azules se tornaron en este blanco asfixiante. Los sonidos, tan míos, se convirtieron en ruidos ajenos. Solo alivia este desorden la visita que recibo al alba. A esa hora, en un devenir paulatino, mágico, aparece la música. El anterior caos se transforma en un concierto de notas indescriptibles. Es como si un grupo de hadas, musas, ángeles, ninfas, diosas... ¡que sé yo!, se empeñara en practicar armonías. Esas voces inocentes, a pesar de ser muy tenues, logran despertarme. Las percibo al otro lado de la pared, flotando en el aire, escondiéndose bajo la cama o en el armario. Las oigo en el interior de mi habitación pero también tras el cristal de la ventana. Siento que no están en ninguna parte y en todos sitios. Ensayan la misma melodía una y otra vez. Temo abrir los ojos, por miedo a perderlas.
     Entonces, entra ella, la mujer de blanco. Interrumpe esta paz para darme unas pastillas que dice me tranquilizan. Si no provocara tanta rabia, sería gracioso. En ocasiones me despierta para hacerme tomar pastillas para dormir. Su llegada provoca que se apaguen las voces, las espanta como hacía yo a las palomas cuando mamá les tiraba migajas. Intento recuperarlas. Imposible. Quizás se han ido tras los trinos de las aves que, en mi tierra, reciben al nuevo día.
     Le pregunto cómo llegué aquí. No contesta. Yo vivía con mis padres y hermanas. Somos cinco; yo, la mayor de todas. El recuerdo se hace imagen. Una casa en el campo, un jardín, el arco iris cuando mitiga la lluvia, las montañas a la distancia. Mi madre tiende la ropa al sol, las niñas juegan en el patio. Cantan.
     Con la caída del sol, mamá llama a la mesa. Una vez más, mi padre no llega para la cena. Ayudo a lavar los platos y acostar a las niñas. Afuera, en rítmico diálogo, varios pares de coquíes se enamoran a la luz de la luna. Una orquesta de grillos, cómplices celestinos, interpreta una serenata. Ambas especies se combinan para regalarnos su rutinaria canción de cuna. Entre tanta paz, unos pasos tambaleantes me despiertan. Es mi padre. Oigo su respiración tras nuestra puerta, el deslizar de su correa, el abrir del cierre de su pantalón. Me resigno a lo esperado. Pero, esta vez, no se me acerca. Escucho el sollozo de una de mis hermanas. Desaparece el temor y surge el odio. Corro a la cocina en busca de un cuchillo. ¡Papá, no, a ellas no!
     Se refugian en mí, me abrazan, se aferran a mi cuerpo. Hace tanto que no estaban conmigo. Tengo que protegerlas, cuidarlas. Nadie volverá a separarnos.
     Siento una puerta que se abre. Es, otra vez, la mujer de blanco. Desaparecen mis hermanas. Las ha espantado, al igual que a las voces cada mañana. Me abalanzo sobre su cuello. Entran varios hombres corriendo. Todos visten de blanco. Dicen cosas que no entiendo. Como ante papá, estoy indefensa, sometida a la obediencia. Me atan las manos. Contra mi voluntad, me inyectan.
     Veo teñirse de verde las paredes. Regresa el campo, el cantar del coquí. Llueve, llueve mucho. El verde se vuelve negro. Es una noche sin luna. Todo está tan oscuro. Solo me ilusiona esperar el canto al alba.

Elsia Luz Cruz Torruellas
(Siluz)
10/10

Nota:
En Puerto Rico hay 17 especies de coquíes. Estas especies son del género Eleutherodactylus que significa "dedos libres", ya que este grupo de ranas no tiene membranas entre los dedos. Esta característica es indicativa de que son especies que evolucionaron hacia hábitos completamente terrestres. No ponen huevos en el agua ni pasan por la etapa de renacuajo. Los huevos usualmente los ponen en la vegetación, aunque hay especies que los ponen bajo la tierra, y de los huevos nacen las ranitas
Las 17 especies de Puerto Rico se pueden distinguir porque cada una tiene una voz diferente, con excepción del coquí común y el coquí de la montaña ya que ambos cantan "co-quí".

6 comentarios:

Prometeo dijo...

Otra obra de arte. Gracias por compartir tu talento Siluz.

Adelante y éxito.

Siluz dijo...

Gracias a ti, Prometeo, por leer y comentar. Un abrazo.

Ivonne Acosta Lespier dijo...

Hermoso cuento y muy aleccionador. Debería enseñarse en las escuelas. ¿Has pensado publicar un librito de cuentos? Los blogueros te le damos promoción enseguida..Un abrazo navideño..

Siluz dijo...

Gracias, Ivonne. Me honran tus palabras. Eso que mencionas era uno de mis proyectos a largo plazo, que estoy pensando cambiarlo a corto. A ver si se me da en el 2011. Gracias por el apoyo.

biki dijo...

Buenisimo Siluz!!! me encanto!!!Besos!! Biki

Siluz dijo...

Gracias, Biki. Me alegra te gustara. Gracias por comentar.
Un abrazo, amiga.