5 de agosto de 2007

El día señalado


“...allí la tierra está maldita;
corre el agua ensangrentada.”
Juan A. Corretjer


No podía conciliar el sueño. Me despertaba a cada rato, miraba el reloj; mi temor era quedarme dormido a última hora. 3:10. Habíamos quedado en encontrarnos a las seis en punto. Aún era temprano. Intentando descansar un poco, di media vuelta, me cubrí con la sábana y cerré los ojos. Hoy es el día. Hoy. Todo saldrá bien.

Raúl tampoco duerme, obligado a pernoctar esa noche en casa de Alex. Por vivir lejos y a falta de auto, su amigo decidió que era lo mejor. Era la única manera de asegurarse que no llegara tarde a la cita. Estaba incómodo , no tenía costumbre de dormir fuera de su cama y menos con aquellos ronquidos. Ojalá pasara todo rápido para estar ya de regreso en su hogar. ¿Qué hora sería? Sin atreverse a prender la luz (¿Cómo podía dormir Alex tan tranquilo?) buscó su celular. 3:10 vio en la pantalla. Faltaban menos de tres horas...

De súbito, me encontré en una playa desierta. Restos de minas abandonadas y residuos de objetos militares, sobresalen entre la arena. Acecho tras las ruinas de un viejo tanque. Sería un lindo paisaje, a no ser por las muestras de guerra regadas por todas partes. De las aguas surge la figura de una mujer, algo semejante a mi madre pero una imagen joven, como la recordaba de niño, con el pelo largo suelto y una amplia sonrisa. Traía una falda ancha de franjas rojas y blancas, una blusa azul cielo de volantes, los hombros al descubierto, una amapola en sus cabellos y entre las manos una estrella. Pum.. pum... pum... pum... Me tapé los oídos. No soportaba el ruido del tambor. Se aproxima un regimiento en marcha. A lo lejos, vi venir corriendo a Raúl. En ese instante, como en una carrera de relevo, Alex apareció a su lado y le pasa una pistola. Raúl apunta contra los militares pero Alex le hizo desviar el tiro y la bala fue a dar al mar. Histérico, corro hacia la silueta de mi madre, tropiezo contra una de las minas, se produce un enorme estallido y las aguas se tornan rojas. El mar ruge, crecen las olas, hasta arrasarlo todo: a mí, a ella, a Raúl, a Alex, a los soldados, al tanque y las minas. La playa se transforma en una masa gelatinosa inescapable. Grito. Abro los ojos. Tres números brillan frente a mi : 4:15.

Los ronquidos de Alex se hacen insoportables. Raúl se levanta. Camina por la habitación. Mira en su celular: 4:15. Observa a su alrededor. No sabe como Alex puede vivir en ese pequeño departamento. Sólo tiene allí su cama, algunos libros, su ropa. Va a la esquina que hace de cocina, espera que por lo menos haya algo de café. ¿Cuánto tiempo llevará Alex viviendo aquí? Le parece que no mucho. Se ve un sitio ajeno, sin recuerdos, sin marcas de vivencias. Lo conocía hace dos años y era la primera vez que iba a su casa. La había imaginado de otra manera. No sabía por qué, pero Alex no encajaba allí.

Me levanté de un brinco. No soportaba más. No podía respirar bien, los nervios me traicionaban. ¿Y si lo dejábamos para otro día? Llamé al celular de Raúl.
—Estoy nervioso. Hay muchos cabos sueltos.
—No creo. Alex ha organizado esto muy bien. Ya yo estoy listo, pero el loco éste todavía duerme a pata suelta.
—Despiértalo y vamos, antes de que me arrepienta.
Mientras me atragantaba un café recordé los sucesos de los últimos días.
—Tenemos que hacer algo. Esto de reunirnos a hablar y hablar, ya me está cansando —repetía Alex una y otra vez. En eso le daba la razón. Yo también pensaba que era demasiado el tiempo que consumíamos en la lectura de viejas teorías y escritores antiguos. ¿Por qué no hacer algo que llamara la atención? ¿Algo que apareciera en la prensa? ¿Alguna acción que diera a conocer en el extranjero el estatus colonial de nuestra patria? Hacerlo nosotros, aquí y ahora. Y así surgió la idea un domingo cualquiera, uno de tantos de los que Raúl y Alex pasaban en casa. Mi madre, que ya considerábamos de los tres, nos hacía el almuerzo mientras nosotros pretendíamos arreglar el mundo al ritmo de Roy Brown, Víctor Jara y Silvio Rodríguez. Desde el balcón, se disfruta la vista de la cordillera y en la cima de la montaña más alta, pueden observarse unas torres de comunicaciones que instalaron las autoridades federales hace varios años. Entre cerveza y cerveza, Raúl comentó cuán linda se vería una gran bandera patria ondeando en el pico de una de ellas. La de la estrella solitaria, sin la compañía obligada de las otras cincuenta. Las torres están ubicadas en un área restringida, y aunque se dice pertenecen a una radioemisora, era un secreto a gritos que formaban parte de un radar militar. —Pongámosla ,¿qué puede pasar? —dije emocionado. Y como quien se enfrenta a un nuevo reto en un videojuego, decidimos hacerlo esa misma semana. Quise invitar a dos o tres amigos más a la aventura, pero Alex se opuso. Varios días después, nos sorprendió con una nueva idea. —Ya que vamos hasta allá, aprovechemos el viaje. Explotemos la torre. Desde ahí seguro que los gringos espían a Fidel. —Así prendió Alex la mecha. Nos creímos guerrilleros salvadores, los Mesías de nuestro pueblo. Del sencillo hecho de colocar una bandera, ya destruiríamos aquel símbolo de dominio y opresión. Raúl tenía dudas de nuestro éxito y a mí me pareció un plan disparatado pero para ambos fue irresistible. Alex nunca flaqueó, quiso organizar todo y nos llenó de valor su seguridad. A los veinte años, soñábamos ser héroes y Alex supo hacernos pensar que era posible.

A las seis se encontraron a las afueras del pueblo. A esa hora, (todo a su debido tiempo, según Alex) comenzaron el recorrido, mochila en la espalda, como tantas otras veces en excursión a las montañas vecinas. Era común este tipo de actividad entre los jóvenes, por lo que a nadie le extrañó verlos salir. Poco a poco fueron bordeando los cerros, hasta acercarse al camino principal que daba al área restringida. Se adentraron en el bosque, buscando un espacio donde pudieran descansar, comer algo y observar, sin ser divisados. La presencia de su mejor amigo tranquilizaba a Raúl , disipando los fantasmas de la noche pasada. Así se dispusieron a esperar el momento apropiado.

El plan estaba claro. Alex había preparado unas bombas caseras, no ya para tumbar las torres sino para por lo menos sacar del aire el sistema. Y en lo alto, colocaríamos nuestra bandera. Vimos salir un camión militar, y nos dimos cuenta que solo había quedado un retén a cargo. Nos pareció que nos facilitaban las cosas. El soldado salió a fumar, Alex lo amarraría afuera mientras Raúl y yo aprovechábamos para entrar a la cabina. En efecto, nadie. Colocamos allí las bombas y corrimos hacia la torre para izar la bandera.

Fue entonces que se vieron rodeados. Les disparaban.
—¿Qué pensaban hacer hijos de puta? —Los labios de Alex arrojaron un grito—: Soy agente, no tiren. —Enseñó una placa.

Atónito, busqué a Raúl. Lo vi tirado en el piso. Se desangraba. Un agente lo amenaza con su arma. Sin disimular su rabia, la vacía en su cuerpo. —De alguna manera tendrán que aprender, terroristas de mierda. —y burlándose, orinó sobre el cadáver.

Ahora vienen por mí. Han retirado las bombas, que por alguna razón nunca explotaron. Me abrazo a mi bandera. Intento un grito: —¡Algún día flotarás sola! —Se me acerca el que parece ser el líder. Le escupo a la cara. Saca su arma y me apunta a la cabeza. Clavo mis ojos en los de Alex mientras lucho por reprimir una lágrima que a pesar mío, logra escaparse.

Veo en sus ojos el reflejo del rostro anonadado y lleno de angustia de mi madre. Una ola inmensa de sangre impacta con tal fuerza esa imagen que hace estallar en mil pedazos la estrella que carga entre sus brazos y a la vez, me golpea aniquilante.


(A la memoria de Carlos Soto Arriví y Arnaldo Darío Rosado)


Elsia Luz Cruz Torruellas
(Siluz)

6 comentarios:

Martha Ferrari dijo...

Tu cuento me pareció muy logrado. Excelente in crescendo que atrapa hasta el final.
Queda en el cierre el gusto amargo de lo que no pudo ser y esa bandera haciendo de sudario cuando debió flamear allá en lo alto.
Un gusto leerte.

Martha Ferrari

Rocío dijo...

Ni por haberlo ya leído escapo de verme sumergida e el cuento desde el principio...

Me encanta... lo sabes... este cuento tiene algo, tiene tanto de nosotros que hace estremecer.

Un abrazo... pero uno grandote!
Cabita!

Ana María Fuster Lavin dijo...

Oye, me gustaría recibir autorización para publicarlo en mi blog y en Borinquen Literario

Hilda Vélez Rodríguez dijo...

Amiga, me atrapaste, me devolviste. Estupendo, gracias por no permitir el olvido.

Rocío dijo...

Prohibido olvidar

Siluz dijo...

Gracias por dejar su huella en este espacio. Un abrazo, amigas.