A 10 años de Katrina
Yo no era el
pequeño héroe de Holanda. Con mi dedo no
podría tapar una grieta en el dique ni detener, durante toda la noche, las aguas
embravecidas que amenazaran abalanzarse sobre la ciudad. Pero sí era Peter J. Sullivan, el confiable
veterano reportero del “Times-Picayune” y mis dedos mantendrían informados, en
esta inesperada amenaza del huracán Katrina,
a los lectores de Nueva Orleans. Formábamos una pareja temeraria: yo, un
renombrado reportero, dispuesto a los mayores sacrificios por un reportaje
merecedor de algún premio importante y Nueva Orleans, una ciudad viva, alegre,
activa, capaz de olvidar, en sus interminables días de fiesta, el estar rodeada por cuerpos de agua y situada
dos metros bajo el nivel del mar.
Nadie hubiera
podido imaginar el cambio de rumbo de Katrina ni que llegara a intensificarse
hasta la clasificación más alta dada a estos fenómenos. Apenas unos días antes, se había formado como
depresión tropical cerca de las Bahamas y, lo lógico, fuera que entrara a los
Estados Unidos, como tormenta tropical, por Florida. ¿Cómo íbamos a sospechar
que se convertiría en huracán 5, se desviaría hacia el Golfo de México, tomando
rumbo hacia el noroeste, y arrasaría las costas de Luisiana, Mississippi y
Alabama?
En la edición del 28
de agosto de 2005, informamos la alta probabilidad que nuestra ciudad estuviera
en la ruta de Katrina y se formaran marejadas ciclónicas. Aunque traté de
calmar a mi esposa y mis hijas, afirmándoles
que nuestros diques habían sido diseñados y construidos por el cuerpo de
Ingenieros del Ejército de Estados Unidos y que nuestra casa, de dos plantas,
era un refugio seguro, por lo que no teníamos nada que temer, no lograba
convencerme a mí mismo. A eso de las
diez de la mañana, el alcalde ordenó la primera evacuación obligatoria de la
ciudad. “Katrina puede ser la tormenta que, durante tanto tiempo, hemos temido”, expresó. Le pedí a mi familia que se fuera. Todavía
estaban a tiempo de llegar a casa de mis suegros, quienes vivían en el Barrio
Francés, uno de los más altos de la ciudad.
Les aseguré que nos reuniríamos allí en unas horas, aunque nunca pensé
en cumplir tal promesa. No iba a perder la oportunidad de ser parte de la
historia. A regañadientes, me obedecieron. O, por lo menos, eso pensé. Las dejé preparando sus cosas y me fui al
periódico a entregarme a mi deber. Y mi pasión.
No tenía idea de lo que nos esperaba.
Ya en la madrugada
del día 29, el huracán Katrina se dejó sentir con toda su furia. El ruido era impresionante, el de la lluvia, los truenos, pero sobre todo el del viento. Esa ventolera infernal arrastraba cualquier
cosa que se le interpusiera: señales de tránsito, ramas, animales, autos,
techos, casas enteras. 225 kilómetros
por hora. Pudimos sacar la edición
matutina, alertando del peligro inminente. Y salí a recorrer las calles, a documentar
de primera mano la catástrofe que presentía. La fuerte lluvia no me permitía
ver más allá del bonete del auto. Según
pasaban las horas, la situación se complicaba. Vi personas corriendo, defendiéndose
como podían del diluvio, ventanas y puertas de cristal explotando, edificios
desplomándose, quizás con gente en su interior.
De pronto, un estruendo. El agua empezó
a subir de manera acelerada, como un golpe en el cauce de un río. Esto no es
solo lluvia, pensé, aquí ha pasado algo grande…los diques… ¡el lago! Seguí, cámara en mano, documentando el que
podía ser el mejor reportaje de mi vida, creyéndome Noé en el arca. No parecía
darme cuenta de la magnitud del fenómeno ni del peligro que corría, hasta que tomé
varias rutas, con la intención de
regresar al periódico, y encontré
inundadas todas las vías de escape. Temí por mi vida, y no puedo negarlo, por mis
fotos. Estaba seguro que era el único
periodista en ese momento en la calle, hoy no sé si el más valiente o el más
idiota. De nada iba a servirme un
Pulitzer si lo recibía póstumo, así que hice mi mayor esfuerzo por llegar al
refugio más cercano, el Superdome, y
ponerme a salvo.
Poco después tenía
el gran titular: “la ciudad del jazz y el soul yace bajo agua”. Me urgía salir del
estadio, informarme para informar. La
incertidumbre me enloquecía, sentirme varado también. La mayoría de las carreteras estaban intransitables,
el puente colapsado, y las únicas vías posibles eran reservadas para las
autoridades o emergencias médicas.
Ser un periodista
reconocido tiene sus ventajas. Una de ellas, recibir ayuda de la guardia
nacional para llegar al periódico. Imposible sacar la edición impresa, pero sí
era posible que saliera la virtual. La
misma necesidad que tenía yo de comunicarme con mi esposa y mis dos hijas, la
tenían miles de personas. Nadie, de las más de veinticinco mil personas refugiadas
en el Superdome, al que se le había desprendido ya parte del techo, conocía el
destino de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares… ni siquiera el
propio. Desde el periódico, podríamos
hacer una red de comunicación donde las personas ubicaran a sus
familiares. A todo esto, yo confiaba en
que mis hijas estuvieran, con su madre, en casa de los abuelos. Tres días, con sus noches, estuvimos
sirviendo de enlace, anunciando personas desaparecidas y refugiadas, haciendo
listas de heridos y muertos, informando medidas de seguridad, puntos de ayuda,
repartición de agua potable, alimentos y medicinas. Fue entonces que ¡por fin! pudo entrar una
llamada de los suegros. —Estamos muy
preocupados por ustedes. ¿Cómo están?
—Pero, ¿cómo? —les pregunto —¿no están
Anna y las niñas allá?
Llegué a mi casa. Balcones,
terrazas y parte del techo, desaparecidos; las paredes aún en pie. Resistió,
como vieja guerrera, los embates de Katrina. Adentro, caos total: enseres,
muebles, libros, equipos, cuadros, lámparas, todo por el piso, roto, mojado,
dañado. Mi ansiedad iba en aumento, mi familia no estaba
allí. Subí las escaleras a brincos. Como
un mal presentimiento, me detuvo una pregunta: si las encuentro muertas, ¿también
las retrataré? Aterrorizado por la
imagen en mi mente, pasé de observador a víctima. Sentí vergüenza de mi
insensibilidad, de mi falta de empatía, de la callada pretensión de ganar un
premio basado en el dolor ajeno. Juré
que jamás publicaría las fotos tomadas, réplicas de la angustia que yo ahora
sentía. Ya no me importaban reportajes, trabajo, fama, casa, fotos, reputación,
¡nada!, solo encontrar a mi esposa y mis hijas…
En una de las pocas habitaciones con techo, por fin las vi, juntitas
las tres, en esperándome. Sus ojos, ya sin lágrimas, pero con el horror de lo
vivido reflejado en sus pupilas. Nunca se fueron, no querían dejarme atrás y cuando
se dieron cuenta del peligro, no pudieron salir. No era momento de reproches. Nos unimos en un
largo abrazo, en silencio, con la certeza de haber conservado lo más importante,
la vida. Más de mil ochocientas personas
no habían tenido tanta suerte…
Siluz
1 comentario:
Wou amiga, tremenda experiencia. Voy a compartirlo.
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