15 de noviembre de 2020

Cicatrices centenarias

“Cada cicatriz que tienes 

no es un recuerdo de que te hirieron, 

sino de que sobreviviste.”

Michelle Obama



   


  No sé si es una bendición o una maldición sobrepasar los cien años.  Me los han celebrado en este hogar geriátrico como si fuera el quinceañero que nunca tuve.  Hay muchas personas, tratan que disfrute, ría, cante y hasta que baile.  Lo haré todo, más por ellos que por mí. Como siempre. Los miro y creo ver, entre sus caras sonrientes, otras conocidas aunque largo tiempo ausentes, rostros entre tinieblas que surgen de mis recuerdos.  

     Se me acerca una enfermera.  “¿Mercedes, cómo se siente?”, pregunta.  Tiene ojos grandes, oscuros, incisivos.  Me recuerda tanto a mi hermana, debe tener poco más de veinte años, la misma edad que tenía Eloísa cuando murió mamá.  Yo apenas tenía cinco años y la admiraba, pensaba que quería ser tan hermosa como ella.  Era una joven alta, bien formada, con muchos pretendientes revoloteándola..  Cambió su vida cuando mi padre le pidió que se hiciera cargo de mí. “Sabes que no puedo llevarla a mi casa”, le explicó.  ¿Qué iba a poder si la esposa de él no conocía mi existencia?  Ni siquiera fue capaz de darme su apellido.

     Debo haber sido una carga muy grande para Eloísa, soltera, joven, independiente. Tanto que tan pronto cumplí los catorce años me vendió al mejor postor.  No lo entendí entonces, el propósito de don José Carlos no era contratarme como criada en su hogar.  Mi hermana imaginaba sus intenciones, ahora lo tengo claro, pero se hizo de la vista larga,  Jamás  tuvo la valentía de pedirme perdón como tampoco se lo perdonó a sí misma.  Llegó a sentir su alma tan envenenada que decidió hacer lo mismo con su cuerpo. 

     No tuve a quien recurrir ni a dónde escapar.  Fui sirvienta en aquella casa  hasta que ya no pude disimular mi embarazo.  Tuve una niña, la pequeña solo vivió seis días, tan triste, asustada y desnutrida estaba yo entonces.  Tres años después, un nuevo embarazo, esta vez un niño, Gerardo,  a quien “el señor” reconoció y terminó casándose conmigo. 

     No puedo decir que fue un padre amoroso ni un esposo leal pero fue José Carlos el único hombre que conocí.  Si no tuve un modelo de lo que debería ser un padre, menos de cómo debería comportarse un marido.  Supongo que fue, más o menos, como todos los de su época, los llamados “hombres de la casa”, los que tomaban decisiones sin consultarlas, los que salían y entraban sin decir dónde iban, los que se sentían con el derecho de pegar a sus mujeres, en especial si eran mucho más jóvenes que ellos, como era mi caso, los que exigían respeto y obediencia, disponibilidad para sus deseos, atención en todo momento y silencio si nos enterábamos de sus aventuras o negocios turbulentos.  Estuvimos juntos hasta que lo sorprendió una trombosis.  Tenía sesenta y cinco años. 

     Me convertí entonces en su viuda,  dueña de una casa enorme, una pequeña herencia, muchas deudas y un hijo a quien sacar adelante.  Viví para él y por él, complaciendo todos sus caprichos y necesidades. Con el tiempo, llegó a convertirse en un escritor reconocido, un filósofo respetado, un intelectual famoso en los ámbitos culturales y sociales. Por desgracia, sus acciones no estaban a la altura de sus palabras ni su conducta a la de su fama. Si hubiera vivido según sus escritos, y secundado sus ideas con sus actos, quizás hubiera sido un hombre feliz.  Pero con más de doce hijos repartidos en varias mujeres, ninguno responsablemente atendido, no puedo decir que su prole estuviera tan orgullosa de él como lo estaba yo.  Heredó tanto las deficiencias cardíacas como los genes amorales de su padre a quien ni siquiera pudo alcanzar en edad, agigantando mi soledad con su pronta e inesperada partida.

     Mis heridas ya no duelen, cicatrizaron solas, no miente quién afirma que el tiempo es la mejor medicina.  Ya miro atrás sin rencor y hace mucho dejé de preguntarme cómo hubiera sido mi vida en otras circunstancias.  Estoy segura que nuestros actos, intencionales o azarosos, afectan a toda nuestra descendencia.  Quizás por el poco arraigo que tuvo Gerardo entre sus hijos, hoy no tengo nietos que me visiten. Espero que, ya que no me dejaron estar presente en sus vidas, por lo menos, no se avergüencen de esta abuela que apenas conocieron. Confío en que al romperse ese eslabón, se haya roto también la cadena de sumisión y maltrato de la que yo no pude zafarme.

   “Mercedes, no se nos duerma.  Vamos a cantarle cumpleaños.  Mire que tiene que apagar las cien velitas y pedir un deseo”.  Miro a mi alrededor. Estoy rodeada de caras sonrientes pero desconocidas, cuyas amables intenciones no pueden ocultar el compromiso de servir. Imposible compensar lo que nunca tuve: un abrazo cariñoso de mis padres, el apoyo incondicional de mi hermana, un beso sincero de mi esposo, la vida de mi bebita, el arrepentimiento de mi hijo, la ternura de mis nietos, el amor por mí misma. Me quedé varada en el siglo, insegura y sola, viendo pasar los años, sobreviviendo, deseando el minuto final que no llega... estoy tan cansada.  “Mercedes, Mercedes, despierte, Mercedes, no nos haga esto, no hoy, Mercedes”



Siluz

agosto 2020


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