Querida mujer:
Siento tus ojos sobre mí: intrigados, curiosos. Me miras desde el espejo tras el escritorio mientras
trabajo en la computadora. No puedes ver
lo que escribo, pero no por eso cambias la vista. Pareces no entender qué hago, como si
desconocieras este objeto frente a mí al que le dedico tantas horas. Y en cada
una de ellas estás ahí, solo mirándome. Nada más.
Elevo la mirada del teclado y mis ojos se cruzan con los tuyos. Tienes
cierto parecido a mí… pero no eres yo. Mis ojos, tez y cabello son oscuros; los tuyos, claros. Sin embargo, hay algo en tus gestos, en tu
semblante, en tu expresión, que te hace familiar.
Me parece descubrir una fingida dureza, un aire de ternura
controlada. Una expresión de paz me
confirma que has regresado, que vuelvo a encontrarte. Percibo detalles inadvertidos en mi infancia,
comprendo razones inexplicadas, recobro recuerdos perdidos. En todos ellos, situaciones que hoy repito,
pero desde otra perspectiva. Y me arropa
el amor, abuelita, el que me diste, el que yo doy. Sonrío.
Veo entonces que miras a la niña que fui y yo, a la mujer en que me he
convertido. En tu imagen, ambas somos.
Hasta siempre,
Nosotras
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