No había otra solución.
Por lo menos, ninguna que le resultara viable. Lo peor no era el cómo, sino el
después. Imposible abandonar a su madre.
Ya era muy mayor, dependía de él en todo sentido. Vivían en la casa que les
dejó el abuelo, siempre juntos, uno para el otro. Amigos, pocos; diversiones, menos. Apartados
de todos en un pueblo donde el progreso parecía haber pasado de largo. Para visitar a los vecinos más próximos
necesitaban el auto, cosa que no
acostumbraban hacer. Su madre se negaba a salir, solo a las citas
médicas que no pudiera evitar y los domingos, sin falta, a la iglesia.
Él no se había atrevido
a contarle lo mal que se sentía. Menos
aún, que el diagnóstico fuera tan desalentador.
Una condición degenerativa irremediable,
dijo el médico. Tenía que ser
ahora, antes que ella lo notara. Si
dejaba pasar el tiempo, se convertiría en una carga para su madre quien apenas
era capaz de cuidarse a sí misma. Él era su compañero, su ayudante, su sostén, su enfermero, su chófer.
Ese domingo, la anciana
se asombró de que su hijo no solo la transportara a la iglesia, sino que
asistiera a la Misa. A la salida, la invitó
a almorzar algo liviano. Quería hablar
con ella pero no sabía cómo. Saltaba de
un tema a otro, queriendo llegar, o evitar, alguno en específico. Lo notó
inseguro, distraído, nervioso. Por eso, cuando se estacionaron en el garaje, no
le extrañó que no la ayudara a salir del auto. Lo dejó prendido, bajó la puerta,
volvió al auto y buscando las palabras
adecuadas, empezó a hablar. Una vez más,
daba vueltas sin llegar al punto, repetía incoherencias o trataba temas
superficiales. Hasta recuerdos de
infancia que ella creía olvidados.
Estaba segura que no era para eso que seguían en el auto. Y poco a poco, escuchando, esperando…se quedó
dormida.
Los encontraron,
abrazados. Aún el auto estaba encendido.
Siluz
junio 2013
1 comentario:
Ay, dios, terrible. Dejarla sola, jamás.
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