“Libre,
como el sol cuando
amanece,
yo soy libre, como el
mar.
Como el ave que escapó
de su prisión
y puede, al fin, volar”.
Nino Bravo
El fortín
estaba en actividad continua. Desde su única garita, los soldados ofrecían
vigilancia constante al puerto. Los veíamos subir y bajar, entrar y salir,
cruzar la bahía hacia y desde la isla grande.
Su nombre oficial era San Juan de la Cruz pero, todos, lo conocíamos
como el Cañuelo. Fue construido en
tiempos de la colonización española en el islote cercano a la Isla de Cabras, a
la entrada oeste de la bahía de San Juan. Reforzaba al Fuerte de San Felipe del
Morro, guardián principal de la ciudad capital, que se alzaba señorial e imponente,
justo al frente.
A mis hermanos y a mí nos gustaba observar, desde
nuestro lado del mar, lo que allí ocurría.
Ellos jugaban a ser militares y formaban tales batallas que mamá, en
ocasiones, tenía que intervenir. Para mí,
el fortín era un castillo medieval y su garita, una torre encantada, como las
de los cuentos que papá leía después de la cena. Me imaginaba princesa cautiva de alguna
hechicera, en espera del Príncipe Azul quien, en cualquier momento, llegaría en
un corcel alado a mi rescate.
Vivíamos en el paraíso, uno muy pequeño, pero paraíso
al fin. Isla de Cabras, rodeados de mar,
vegetación, algunos animales y muy poca
gente. Allí podíamos correr y jugar sin temor de perdernos o que alguien nos
hiciera daño. Nuestro único límite era
el hospital prohibido, al fondo de la isleta. Teníamos la libertad para ir a
cualquier sitio menos a aquella edificación.
Por supuesto, eso agigantaba nuestra curiosidad y, de vez en cuando,
desobedecíamos y nos escapábamos. Nunca
habíamos logrado ver a los enfermos, ni nos atrevíamos a entrar, pues las
palabras de mamá eran amenazantes. “Es
contagioso”, advertía, “si alguno de ellos te mira, se te caerá la piel”. Fueron muchas las veces que subimos al muro
circundante, pero jamás osamos brincar
al otro lado. Allí vivía gente aislada
del resto de la población, prisioneros sin delito, cautivos sin condena. No quería
convertirme en uno de ellos.
Aunque, en cierta
forma, también nosotros estábamos separados del mundo. Entre San Juan y la
isla, una profunda bahía; mis únicos amigos eran mis hermanos y no veía a más
adultos que a mis padres y los pocos empleados de la isla. Don José, mi papá, era el encargado de la
seguridad y el mantenimiento. Cada dos semanas iba, por barco, a la isla
grande, a rendir su informe y buscar provisiones. En las pocas ocasiones que me llevaba, cuando
cruzábamos la bahía y pisábamos los adoquines de la antigua ciudad amurallada,
descubría otro mundo, otra forma de vivir. Eran los últimos años del siglo 19 y,
aunque todavía no lo sabíamos, también los últimos de dominación española.
Llegaron
tiempos de guerra. En Puerto Rico (junto
con Cuba, las únicas colonias que conservaba España en América) se temía alguna
represalia como secuela de la explosión del Maine en La Habana. Con sorpresa,
vimos cómo en mayo de 1898, el gobierno español hundía dos de sus barcos de
vapor, el Manuela y el Cristóbal Colón. Papá nos explicó que el propósito era bloquear la entrada al puerto y, por eso, los
habían colocado en la parte más estrecha de la bahía, justo entre el Morro y
nuestra Isla de Cabras. Para tranquilizarnos nos decía que eran medidas
preventivas, que no nos preocupáramos, pero yo veía la misma ansiedad en sus
ojos que cuando se aproximaba un huracán. Días después apareció toda una
escuadra estadounidense cerca de los muros del Morro. Durante la noche, y a oscuras, los barcos habían
sido acomodados en lugares estratégicos. El Iowa,
un acorazado, fue el primero en disparar.
Poco después, desde el Castillo San Cristóbal escuchamos la respuesta. Así comenzó el bombardeo al Morro, dos horas
de angustia y terror. Las bombas seguían cayendo, en el mar, en los
barcos anclados, en la misma ciudad de San Juan. El viento parecía traernos
gritos del otro lado de la bahía, rezos.
Imaginábamos a los habitantes huyendo hacia los pueblos cercanos. Y nosotros, en la isleta, en el mismo centro
de un fuego cruzado, a punto de ser convertidos en botín de guerra y sin
posibilidad de escapar.
En medio de
toda esta conmoción, mi curiosidad imprudente me tentó a salir del refugio.
Papá nos había hecho ocultarnos en una tormentera que había preparado para los
días de mal tiempo. Sospechábamos que no
era a prueba de bombas ni balas, pero aun así, allí nos sentíamos más
seguros. Aproveché un momento de
aparente calma en que mis padres se durmieron para husmear por los alrededores. Me llamó la atención aquella mujer, cubierta
con una manta, a quien nunca había visto.
Estaba arrodillada en la arena, mirando hacia el mar. Aún salía humo del
Castillo del Morro, pero no era eso lo que contemplaba. Su vista estaba fija en
las olas a las que nadie podía bloquear la entrada y las cuales seguían
estrellándose, una y otra vez, en las murallas de la ciudad. Me acerqué a ofrecerle ayuda. Me miró. Apenas pude ahogar un grito, se le veían
llagas en los brazos y las piernas, había perdido el cabello y tenía un hueco
horrendo donde debió estar la nariz. Mi primera impresión era que había sido
herida por una de las bombas, pero ella misma me aclaró, casi sin voz, que no
me le acercara, que estaba leprosa. ¡Una
de las enfermas del hospital prohibido! Salí corriendo de regreso a mi refugio,
más asustada que antes. No volví a verla,
pero sus ojos me persiguieron por mucho tiempo. Y, el miedo a que se me cayera
la piel, también.
Meses
después, papá nos dio la noticia. “Nos
vamos, chicos, a vivir a la ciudad”. La
decisión nos tomó por sorpresa. ¿Cómo
íbamos a abandonar este mundo de aventuras y fantasía donde éramos felices? Papá insistió en que teníamos que abandonar
la isla, que mis hermanos y yo nos estábamos criando como salvajes, que
necesitábamos escuela y socialización.
No le creímos, sabía que algo más pasaba.

No lo
comprendí hasta que no vi las astas del lejano Morro. Ya no estaba allí la bandera acostumbrada. En
su lugar, ondeaba una desconocida, de franjas y estrellas. La Isla de Cabras
pasó a otras manos y papá perdió su
empleo. Nos mudamos a la ciudad capital
en la isla grande. Me matricularon en una escuela, donde se impartían las
clases en inglés, se cantaba otro himno, se menospreciaba lo hispánico y se
glorificaba una historia ajena. Me sentaban en un salón de clases con otros
treinta niños, tan confundidos como yo.
Era entonces cuando, perdida en mis recuerdos, me convertía en gaviota y
volaba libre sobre la isleta, la que podía ver al otro lado de la bahía, tan
cerca pero inalcanzable.
El siglo 20 llegó a Puerto Rico con aires
reformadores, intentos fallidos de convertirnos en lo que no éramos, de
hacernos pensar en un idioma que no entendíamos y bailar al son de una música
que no era la nuestra. Igual de fallidos
que la idea de olvidar mi Isla de Cabras, mis primeros años de infancia, y aquellos
ojos, tan desesperanzados como mis ansias de libertad, que quedaron anclados en
la arena junto a mi piel de niña.
Elsia Cruz Torruellas
24 de
julio de 2013
a mi abuelita Esperanza, que vivió sus
primeros años (1892-98) en Isla de Cabras
Nota:
La Isla de Cabras, por su ubicación estratégica
en la entrada de la Bahía de San Juan, frente al Morro, cobró importancia
militar tanto bajo el gobierno español como el estadounidense. Originalmente estaba formado por una isleta
alargada y un islote rocoso cercano. En este último, se construyó, en el siglo 17,
el fortín San Juan de la Cruz, conocido como “El Cañuelo”.
A finales del siglo 19, con el fin de aislar a
las personas contagiadas con lepra, se construyó allí un leprocomio. Además, una casona, un dispensario y una casa
para el mayoral o encargado y su familia. Para el 1910, vivían en la isleta 20
pacientes y 14 empleados. El leprosario fue cerrado en 1926, pero permanecen sus
ruinas en la Isla.
Hoy ambas islas están unidas a la “isla grande”
y pertenecen al municipio de Toa Baja, Puerto Rico. Es un área recreativa con una hermosa vista
al viejo San Juan, sus edificaciones, la bahía y el Castillo del Morro.