1 de diciembre de 2014

Amor a primera vista

El tráfico en la autopista está más complicado que nunca.  Por lo general, se embotellan los autos cerca de la estación del peaje, pero hoy la fila empieza mucho antes.  Es miércoles, día de trabajo, de clases; en fin, un día normal.  No sé por qué todo el mundo está en la calle.  Tengo que recargar la tarjeta de pago y, por supuesto, como suele ocurrirme, tomo la caseta más lenta.  Pero no voy a moverme a otra, no quiero me pase como en el supermercado que, una vez me cambio de fila, la que dejo corre como agua en tubería destapada. 


Observo los autos cercanos.  Para distraerme, trato de adivinar vidas y circunstancias de sus ocupantes. En el carril de al lado, una mujer parece discutir con su hijo adolescente.  El muchacho apenas habla, mira al frente, indiferente.  Ella gesticula enérgica, sus labios y manos se mueven sin descanso.  Podría adivinar sus palabras, seguro le presto más atención que el chico.
Tras ellos, hay una pareja en un carro deportivo.  No les preocupa la lentitud con que se mueven; por el contrario, la disfrutan. Tienen los cristales cerrados, pero puedo escuchar música.   Los miro con disimulo, se abrazan, se besan.  Para ellos, se detuvo el tiempo y se olvidó el espacio. 
Por mi espejo retrovisor, veo el rostro del hombre que conduce el auto que me sigue.  Se nota contrariado, nervioso.  A cada rato mira su celular, como si de esa manera los minutos avanzaran.  Imagino que llegará tarde a una cita, perderá un examen o  una entrevista de trabajo.  Habla por teléfono con alguien, tal vez se excusa.  Al parecer, la otra persona le cuelga.  ¿No le habrá creído?
Al frente, una mujer aprovecha para terminar de maquillarse. Supongo que es su camino de rutina y ya conoce que tendrá estos minutos extras para hacerlo. Lleva un bebé en el asiento trasero, con frecuencia se vira para revisarlo. Debe haber salido con prisa¸ llevará al niño al centro de cuido y, de ahí, a su lugar de trabajo. 
Siento un movimiento entre los autos pero no logro definir qué es. Qué raro, no es lugar para peatones.  Alguien pidiendo dinero, quizás.  Temo por su seguridad... y la mía. Me quedo pendiente tratando de ubicarlo. ¡Ay, ya lo vi!  Flaco, bastante grande, descuidado su pelo marrón claro.  Va auto por auto, se acerca a la puerta del conductor, mira en el interior, baja y sigue hacia el otro.  ¿A quién busca?  Se ve hambriento y desorientado.  Algunos lo miran con lástima, otros con asco.  Allá lo espantan, va a rayarles la carrocería. Más acá, alguien ha colocado un envase con agua.  Debe llevar días perdido.  Viene hacia mí.  Se asoma a la ventanilla, su cabeza queda a la altura de la mía, bajo el cristal, me mira, lo miro.  Sus ojos piden auxilio, sácame de aquí, no tengo idea dónde estoy, no encuentro mi casa ni a mi gente.  Sin pensarlo mucho, abro la puerta. Para mi asombro, entra al auto.  Llego a la caseta de peaje, es mi turno, pago.  Arranco.
Así fue como sin buscarlo, hallé el amor más fiel, auténtico e incondicional. Ese día, conocí a mi perro y me convertí en su humano. Mi compañero, mi amigo Platón.