16 de julio de 2021

Cuando el dolor tiene nombre

Aquellas dos sílabas alargadas retumbaron en la oscuridad del silencio.  Un grito desgarrador que anunciaba soledad y desamparo.  ¡¡¡Saaaaaa-raaaaaa!!! 


1946

Aún no había nacido cuando mis padres se establecieron en Eleonora, una nueva urbanización en San Juan, reservada para los empleados federales, veteranos y sus familias. Papá había terminado su servicio militar y quería retomar su oficio como electricista.  Poco tiempo después, llegaron Sara y Carlota. Eran años de posguerra y muchas jóvenes y viudas se movían a la capital en busca de mejores oportunidades.  A nadie le pareció raro la llegada de aquellas dos chicas.  Se decía que eran medio hermanas y que una de ellas era secretaria del designado gobernador Tugwell, dato que justificaba su aire distante y reservado.


1962

Mi madre y algunas amigas se reunían los martes para tejer frisitas, gorros y botines, los miércoles para confeccionar pantallas y collares y los jueves, otras manualidades, todas piezas que vendían en un bazar cercano.  Era una rutina que nos ayudaba a sufragar los gastos del hogar  y a la que fui algunas veces invitada, a pesar de mi corta edad, para que fuera aprendiendo.  Luego tomaban café, siempre acompañado de alguna galletita que preparaba doña Susana o algún bizcocho hecho por Lucila, una de las más jóvenes.  Algunas ocasiones, Mamá preparaba un flan de queso o doña María traía jugo de limón o parcha, frutas que abundaban en su huerto. Hubo veces que la conversación se extendía, entonces me mandaban a salir al patio a jugar desde donde no podía escucharlas.  

A esas horas, solía ver a Carlota en el jardín.  Siempre me pregunté porque nunca la invitaron a estos talleres pues se notaba que era habilidosa y hogareña. Se esmeraba mucho en los rosales que adornaban todo el frente del humilde hogar.  El ambiente era arropado por el olor a recao y canela, mezcla del guiso y  el postre que seguro cocinaba para cuando llegara Sara, la mayor. Suponía a esta última tras un gran escritorio, tomando dictados en taquigrafía o pasando cartas en su  maquinilla dirigidas al mismísimo presidente Kennedy.  Todavía trabajaba en la Fortaleza, ahora para el gobernador Muñoz, el primer puertorriqueño electo por el pueblo.  La veía regresar en la tarde, guapa en su madurez,  con su falda ancha ajustada a la cintura, zapatos de taco fino, maletín en mano.  Saludaba a Carlota con un beso, se abrazaban y entraban a cenar.  

1972

Una década después, el barrio envejecía junto a sus habitantes.  Los jóvenes se marchaban a estudiar y regresaban ya solo a ver a sus padres y llevarles los nietos.    Las tertulias artesanales de mamá se deshicieron cuando la vista falló a los puntos y las artríticas manos no pudieron enlazar y unir cuentas. El huerto de doña María se secó como sus ganas de vivir, Lucila terminó sus cursos de repostería y llevó, con éxito, su propio negocio muy lejos de nosotros y doña Susana sufrió un infarto que la dejó encamada.  Las únicas que permanecían, para mí, siempre iguales, eran Sara y Carlota, aisladas de todos en un mundo impenetrable al que nadie quería, ni podía, asomarse. 


1974

Mamá enfermó casi sin darnos cuenta. Se nos fue en tan pocos meses, tras ser diagnosticada con cáncer, que no pudimos prepararnos. Aunque, en realidad, eso nunca se logra,  así sepamos que la separación es inevitable.  Papá, al perder su luz, sucumbió de tristeza.  Quedé sola, en aquella casa heredada, llena de sonidos y voces, sabores y olores, colores y recuerdos.

Un día recibí la visita de Carlota.  Me llevaba unos polvorones recién horneados, una sonrisa de consuelo y un abrazo de comprensión.  Creo que era la primera vez que la veía de cerca, ya no era joven pero seguía siendo hermosa, quizás la bondad que reflejaba y la paz que transmitía.  “Sabes que estoy justo al frente, cualquier cosa que necesites, allí estaré”.  Mi soledad no me permitió ver la suya. Nunca la llamé. 


1978

Desconocía que Sara también estaba enferma.  Es cierto que no la veía entrar y salir, como antes, pero imaginaba que se había retirado y le gustaba quedarse en casa.  No noté que las rosas del jardín ya no engalanaban el portal ni el aroma de sofrito y caramelo invadía los balcones. Agonizaba lenta y silenciosamente,  con la única compañía de su Carlota, su fiel Carlota, su amada Carlota. En ese último minuto estuvo allí, tal como le prometió cuando decidieron vivir juntas. Al sentir su último aliento, no pudo reprimir un alarido de terror ante el pasado de humillación, el presente clandestino y el futuro de soledad.  Aquellas dos sílabas, en su voz, retumbaron en la oscuridad del silencio. ¡Saaaaaaraaaaaa!  Un grito desgarrador que anunciaba un total desamparo.  

2020

      

     Han pasado más de cuarenta años.  No sé qué fue de Carlota, se marchó sin hacer ruido, tal como llegó.  Asumo que regresó a su pueblo a esperar el momento de seguir a Sara, lo que debe haber logrado ya.  

     ¡Cuán crueles fuimos con ellas, cuán intolerantes! Puedo intentar justificarme, pensar que eran otros tiempos y hasta entender a mamá y sus amigas, pero yo entonces era joven, y fui ciega, despreocupada y egoísta.  

      Quizás por eso, en las noches, el grito de Carlota irrumpe estas paredes como un eco eterno y acusador.  ¡Sara! Era el nombre del dolor.




Siluz

Abril 2021