13 de octubre de 2007

Los ojos de mi madre

“Nunca es triste la verdad
lo que no tiene es remedio...”
J.M. Serrat

—¡Estás buscando que se lo diga!
—¡No me amenacés!
—Entonces, no me provoqués vos. ¡Dejame en paz!

Aquellas frases se le quedaron grabadas. A sus seis años no entendió el significado, pero sí pudo captar la reacción tras ellas. Tal vez fueron los ojos aterrorizados de su madre, la angustia que sentía en su silencio o la sorpresa de ver a los padres discutir, pero no pudo evitar estallar en llanto.

—Mi niño, no llorés. No pasa nada.
—Entonces, por que llorás vos?
—No, Gabrielito, si no lloro...

Mentira, sí lloraba. Lloraba por tener que callar siempre. Lloraba al tragarse todo su orgullo. Lloraba porque se odiaba. Lloraba para mantener la paz. Lloraba de rabia y remordimiento. Lloraba para que su hijo no supiera.

Hoy, después de tanto tiempo, Gabriel recordaba ese día. Quizás porque volvió a ver aquella mirada en el rostro de su madre. Con su diabetes descontrolada y dos riñones atrofiados, las esperanzas de vida no eran muchas. Se asombró de ver que una mujer tan fuerte como ella le temiera tanto a la muerte.

Trató de darle ánimo aunque solo se le ocurría repetir frases trilladas: “La ciencia ha avanzado mucho. Yo te daré uno de los míos”. ¿Y por qué no? No era mala idea. Habló con el médico de cabecera. Aunque ella se negara, donarle uno de sus riñones era posible. Su juventud, salud y sobretodo la suerte de no haber heredado la condición, lo permitía.

—Yo sé que estás dispuesto a hacer cualquier cosa por tu madre, Gabriel, pero siento decirte que es imposible. He discutido esto con ella. No es candidata para trasplante —y sin dar más explicaciones, se marchó del cuarto.

A pesar de la tajante negativa, Gabriel no se dio por vencido. “¡ No candidata a trasplante!” ¡Absurdo! Consultó otros especialistas, entre ellos al Dr. Galíndez, uno de los mejores endocrinólogos del país y conocido defensor de los derechos humanos. Estaba consciente de que su madre nunca había querido verlo, que por algún motivo no era santo de su devoción pero ¿qué importaba eso ahora? Si alguien podía salvarla, ése era él.

La recepcionista verificó el nombre de la paciente y los datos en la hoja. Le hizo preguntas que, aunque le parecieron extrañas, respondió por cortesía. Minutos después se entrevistaba con el médico y era pasado al laboratorio a hacerse los exámenes pertinentes. A la mañana siguiente recibió su llamada. Le preocupó la insistencia del doctor y la urgencia en que fuera a su oficina. Su madre debía estar peor de lo que imaginaba.

—No, Gabriel. No se trata de eso. Lo que tengo que decirte es tal vez más grave.
—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado.
—No sé cuánto sabés sobre esto, pero colaboro con las Abuelas de Mayo en la búsqueda de niños desaparecidos durante la dictadura.
—¿Sí? —respondió, sin entender que tenía qué ver todo eso con él.
—En el juicio que se hace a los militares mencionaron a una mujer que se hacía cargo de las mujeres embarazadas con el propósito de secuestrar a sus hijos al nacer. Tenemos la sospecha que se trata de tu madre.
—¿De qué habla? ¡No puede ser!
—Tus análisis nos han hecho pensar que, además, adoptó uno de ellos.

No quiso preguntar más. Salió de aquella oficina sin rumbo alguno. En un instante se le derrumbaba la vida que creyó suya. Perdía pasado, presente y futuro; nombre, identidad, familia, todo a la misma vez. Aquella mujer a quien llamaba madre era una desconocida, una fugitiva, una criminal. Creyó renacer sin haber muerto. Caía en un abismo, sin haberse acercado al borde siquiera y sin encontrar de dónde asirse. Caminó por horas, con miedo a comprender el alcance de las palabras del Dr. Galíndez. Merecía una explicación. Sus pasos lo llevaron al hospital.

El padre salió a su encuentro desesperado. —Muchacho, ¿dónde andabas? —Tras una pausa que le pareció eterna, añadió—: Tu madre está muy mal. Solo te llama a vos.

No pudo decir nada. Entró al cuarto para encontrarse una vez más con aquella mirada. Ojos de miedo, de súplica, de llanto contenido; ojos que decían adiós. En el interior de Gabriel se entremezcló toda una gama de emociones: decepción, odio, amor, rabia, ternura, aversión, agradecimiento, rechazo, cariño, vergüenza, incertidumbre, repugnancia, dolor.

Y al cerrarle los ojos, pudo ver que gritaban: perdón.



Elsia Luz Cruz Torruellas

Cuento ganador en el Certamen de Tallerines 2007

3 comentarios:

Rocío dijo...

Ayyyyyyyyy.

HERMOSO, me dejaste helada.

Transmite mucho... tanto que siempre que te leo me metes a las historias de una forma tan fácil.

Ichión.

Un abrazo grandote.

©Claudia Isabel dijo...

Luz, muy merecido premio Amiga!!!
un gusto leerlo.
Te mando un beso.

Xai dijo...

Este texto me hizo reanalizar en mi mente el refran que dice: Padres son muchos, pero madre solo es una.