11 de septiembre de 2007

Mi "Roosevelt" viejo

¿Dónde está el aljibe, dónde están tus patios,
dónde están tus rejas?
Volverás al piano,
mi hermanita vieja,
y en las melodías

vivirán los días claros del hogar.
(Cátulo Castillo, Caserón de tejas)

Ya mis amigos se fueron casi todos
y los otros partirán después que yo.
Lo siento porque amaba su agradable compañía
mas es mi vida tengo que marchar.
(José Feliciano)

Mi mundo de infancia era muy pequeño. Constaba de tres o cuatro calles, un colegio, una iglesia, un parque. A pesar de que salíamos a menudo a conocer lugares de la isla, aquellas pocas calles eran únicas porque eran mías y juntas formaban mi pequeño pueblo.
Allí, las personas de siempre.
En la esquina, Lolita, quien me llamaba cada vez que hacía bizcocho o polvorones. Vivía con su hermana Ana Luisa, ambas solteras. Los gritos de Lola rompieron la noche el día que Ana murió. Gritos desesperantes que más tarde se convirtieron en lamentos de soledad.
De vecinos inmediatos teníamos a Don Chago y doña Panchita. Ella, seria; el bonachón. Con ellos descubrí que a las personas también las seca el tiempo. Al otro lado, doña Nicolasa. Era la abuela de mi amiga Ligia y era tan estricta que hasta le temíamos un poco. Un día se fue de viaje: sin partir ni regresar. Tuvo una caída en el aeropuerto que la sumergió en un sueño eterno. No sospechábamos que Kiki, su nieto, nuestro amiguito menor, la seguiría, víctima de una pelea fatal, en plena juventud.

Cruzando la acera, Doña Concha, una señora negra y menuda, que a pesar de sus muchos años conservaba su agilidad. Tenía una nieta, Elisa, varios años mayor que mi hermana y para quién, sospecho ahora, éramos sus muñecas. Un día dejó los juegos por la vida y se fugó a ser mujer.
Visitaba cada casa, una noche por mes, la imagen de la Virgen en una urna de madera. El turno tras el nuestro era de una anciana de grandes ojos claros posados en una cara cadavérica. Doña Mercedes no le abría la puerta a nadie después de las seis de la tarde por lo que teníamos que evitar que nos ganara la noche. Yo iba con Mami a entregarla, nunca sola, porque apenas osaba mirar aquellos ojos hundidos que parecían robarle días a la muerte.
A su lado, un matrimonio: doña Nieves y Don Emiliano, los abuelos de esa primera ilusión de amor , que es eterna, aunque termine. El no pudo vivir sin ella y tras ella se fue en silencio a la eternidad. En esa misma calle, Monsín, con sus ataques nocturnos de histeria que oíamos atónitas en casa y doña Angelita, la de la amplia sonrisa. Más arriba, Irma, en su salón de belleza, quien soñaba con que su niñita, hoy abogada, tuviera mi edad para peinarla (¡cuán grande me sentía entonces!) y Adelita, que practicaba en mi pelo largo los peinados que aprendía en la academia. El Sr. Venegas, dueño de un carro azul deportivo, envidia de los muchachos, y de un perro labrador, Bob, que salía a ladrarnos cuando pasábamos camino a Misa. Toñita, la española, en la casa del frente. Para mí ella era un acento extraño, un marcapasos, (ni idea de que era eso) y una media tejida llena de dulces el Día de Reyes. Y Mary Piñol, quien iba a ponerle a diario las inyecciones de insulina a mi abuelo, llena de relatos y anécdotas. Pero en cuentos, nadie se ganaba a mi abuelo Juan, protagonista de todas las aventuras y conquistador de las brujas. Jamás me hubiera imaginado yo que aquellas marcas en los brazos eran cicatrices de vacunas y no las huellas de los dedos de ellas al sujetarlo en una lucha violenta.
Y entre todas esas personas estábamos mi hermana y yo, en nuestro palacio, protegidas por mi tía y mi madre y mimadas por la abuela. Mi abuelita Esperanza... La consideré siempre la más buena, la más linda, la mejor cocinera, la que más refranes y adivinanzas sabía y la mejor hacedora de papelillos. Era la típica abuelita: gordita, con su pelo largo blanco peinado en moño, tejiendo en su sillón o haciendo crucigramas, con unos espejuelos que hacían ver sus ojos aún más grandes y claros y con cientos de poemas en su memoria. Pero también se fue, como se fue Mami años después, como se han ido casi todos a formar esta comunidad en el cielo.
Hoy mi pequeño pueblo se va convirtiendo en uno fantasma. Solo quedan las casas; muchas convertidas en negocios, otras, cerradas. La de Doña Adela se convirtió en una tienda, la de la otra Doña Mercedes en una enfermería, la de Tuti en una oficina escolar y hasta el pequeño convento, con su capilla al Niñito de Praga a quien las monjas cambiaban de ropa, es hoy una estación de radio. ¿Adónde fueron mis amigos? Cuando nos reuníamos en alguna casa, en la biblioteca, en el cine (¡curiosa forma de hangar!), en el parque, en las Niñas Escuchas, en las Hijas de María, en la JAC, pensábamos que nunca nos alejaríamos. El atrio de la Iglesia de La Merced, era nuestra plaza; sus fiestas parroquiales eran nuestras patronales. Estudiamos juntos todos los grados, compartimos todas las etapas, reímos y lloramos juntos, conocimos el amor y la muerte. Nos hicimos adultos sin darnos cuenta. Y casi todos abandonamos nuestro Roosevelt.
Pero mi recuerdo sigue allí, en la casa grande, aún rodeada de árboles, con su verja de granadas y su semáforo de ferrocarril. Encerrado en ella encuentro el espíritu maternal que hoy extraño tanto. Aún veo a mi madre recibiéndome en el portal y siento en cada esquina su presencia, su sonrisa, su alegría, su entusiasmo, su paz, su fe. Permanece en esa casa la ilusión, la fantasía, la inocencia de una infancia que ella supo hacer feliz.


A Sandra, mi hermana, a quien siempre traté de imitar,

a Ligia, mi amiga, con quien jugué, peleé, reí y lloré,
a Titi, quién es hoy el tronco de aquel hogar.


Elsia Luz Cruz Torruellas


Urb. Roosevelt está ubicada en Hato Rey,
Río Piedras (San Juan de Puerto Rico)


Caserón de tejas (Canta: Gina María Hidalgo)

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