"La vida no es lo que uno vivió
sino lo que recuerda
y cómo la recuerda para contarla"
Gabriel García Márquez
Sexagenaria... palabra fuerte. Sinónimo de envejeciente, “baby-boomers”, persona grande, de edad avanzada o de la tercera edad… Cuántos eufemismos para evitar decir vieja. Señora, no ya de las cuatro décadas, como dice Arjona, sino de seis... pues, como canta Ana Belén, “yo también nací en el ‘53”.
Fui una niña feliz, y me atrevo a decir que así me
siento a veces, como si aún fuera esa niña feliz. Quizás es que en realidad,
nunca me abandonó o que esos sesenta años
pasaron demasiado rápido.
La primera década terminó abruptamente con la partida
de mi abuelo. Vivíamos siete en la casa: mis abuelos Juan y Esperanza, mis tíos
Lydia y William, mami, mi hermana Sandra y yo.
Papi, como siempre lo llamé, tenía a sus 83 años, esa fortaleza, serenidad y seguridad que solo
tienen los que han vivido con responsabilidad y fe. Y así se fue, y conocí lo permanente que es
la muerte. Fue él quien le dio forma a la casa de Roosevelt. Aún quedan en la
verja las granadas, residuos de la Segunda Guerra Mundial, y en una de sus
columnas, el viejo semáforo, pieza del ya extinto ferrocarril donde trabajó. Era
un contador de historias, aún me parece verlo sentado en su sillón en el
balcón, fumando el habano de la tarde.
De esa primera década no recuerdo mucho, mi memoria me traiciona con frecuencia. Los buenos recuerdos tanto como los malos, se
confunden, se mezclan, se pierden. Si sé
que contamos siempre con el respaldo de Tata, una venezolana, amiga de abuela,
que se convirtió en un pilar de la familia.
Y que mi camino tuvo como norte el de mi hermana. Siempre traté de seguir los pasos de Sandra y
de repetir sus logros. Conté con su guía
y orientación, hasta con sus mapas. Y por
lo general, lo conseguí.
Representé a mi clase de segundo grado en una
coronación escolar. No llegué a reina,
creo que fui segunda princesa. Estaba muy orgullosa de mi traje, inspirado en
el flamboyán, y que estaba pintado a mano en toda la tela amarilla. Por poco no puedo estrenarlo, el asma quería
dañarme la fiesta, pero desfilé, con mi abuelo a mi lado, sombrilla en mano,
por si llovía.
Mami trabajaba en la Sección de Nóminas del
Departamento de Educación. Me encantaba
ir con ella a su trabajo y ver aquella máquina que llamaban computadora, tan
grande que tomaba toda una pared, llena de agujeros, al que le insertaban
cables, los cuales cambiaban cada cierto tiempo de sitio. De la misma, salían unas tarjetas de colores
con orificios pequeñitos rectangulares y que nosotras enumerábamos con un
instrumento que iba cambiando de número.
Recuerdo con mucho cariño a las monjas
Trinitarias. El convento quedaba tras de
casa, y en la capilla tenían un Niñito de Praga, al que le cambiaban la ropa. Fue una gran tristeza cuando le encomendaron
el Colegio a otra Congregación. Sin
embargo, no tuve muchos problemas, tengo que aceptar que fui estofona y
seriecita. Me gustaba estudiar y participar en todas las actividades
extracurriculares que pudiera.
Siempre conté con el apoyo de mami. Si quería ser niña escucha, mami era líder de
la tropa. Hasta abuelita iba a todos los
campamentos allá en el Elisa Colberg.
Nunca fui sola a una fiesta, mami se quedaba en las mesas, junto a otras
madres, hasta que nos cansábamos de dar
vueltas, porque poco era lo que bailábamos.
No había tiempo para aburrirse. Paseábamos por la isla, a la playa, al
Yunque, siempre rodeados de amigos que veían en mami a otra madre. Tomaba clases
de guitarra, de baile, de natación; pertenecía a las Hijas de María, a la JAC,
al Club de Filatelia, al Drama Club. Mis
compañeros y amigos fueron más o menos
siempre los mismos, pues o eran del Colegio donde estudié desde kínder o vecinos de la Urbanización Roosevelt, donde
siempre viví. Del Colegio La Merced pasé a la Universidad, Recinto de Río
Piedras, como si fuera un paso lógico, necesario, sin tener una idea certera de
a qué facultad quería ingresar.
Cerré mi segunda década – 1973 – con el viaje a Disney-NY-Canada. Sandra se graduaba de la UPR, y yo, tomé mi
regalo anticipado. Fue una época de cambios y decisiones que marcaron lo que
sería mi futuro. Estudiando el año
básico, solicité admisión a la Facultad de Humanidades para estudiar Teatro. Años
inolvidables los de estudiantes, nuevas amigas que serían para siempre. A pesar de que seguía viviendo en casa,
todo era distinto. Estudié, me divertí, hice teatro,
descubrí la vida nocturna de San Juan, el café teatro La Tea, la nueva trova,
la música de protesta, vi por primera vez a Serrat, seguí todos los conciertos
de Danny Rivera, fumé, bebí, gocé mi juventud sin perderla ni ensuciarla, y
prueba de esto es que me gradué con honores a los 21 años.
Trabajaba en el Dispensario de la parada 19, cuando se
me ofreció la plaza de teatro de la escuela superior de Vega Baja. Pensé no aceptarla, ya tenía una plaza
permanente en MedicAid, vivía en casa y no tenía gastos mayores. Sin embargo,
no era eso lo que había estudiado y aunque económicamente salía perdiendo,
decidí aceptarla. Mi hermana ocupaba una
plaza del Seguro Social en Manatí, y quería irme con ella. Así, a mis 22 años me convertí en la maestra
de teatro de la Escuela Superior Lino Padrón Rivera, puesto que ocupé hasta cumplir los treinta años en el gobierno y
poder retirarme, a pesar de no contar con la edad requerida para la
jubilación. Un año después ella se
trasladó a San Juan pero ya Vega Baja me había robado para siempre.
Terminé mi tercera década - 1983- , casada, con dos
hijos Maritza Beatriz, Noel Ernesto (Juan Noel llegaría al año siguiente) en la casa que es todavía nuestro hogar. A través de los años, me di cuenta que había
escogido la profesión correcta, que podía llegar a los estudiantes por medio
del teatro y me sentí orgullosa de la labor realizada. Estuve activa en actividades culturales y
sindicales, a través del Centro Cultural y la Federación de Maestros.
Para mi cuarta década-1993 - estaba divorciada, con
tres hijos, viviendo con ellos y para ellos, contando hasta su partida con la inmensa ayuda de mami, de
la incomparable titi Lydia, (a abuelita la había perdido en el 85) y doña
Gloria, mi “siempre suegra” como ella misma se llama, tres madres que nunca me
dejaron sola. Disfruté ver crecer a mis
hijos, vivimos juntos alegrías y decepciones, logros y tristezas, escuela y
diversiones, playa, aventuras, risas y lágrimas. Nos acostumbramos a estar juntos, a
compartirlo todo, a dividir todo entre cuatro.
El teatro se convirtió en pieza clave en el tablero de mi vida y por
osmosis, en la de mis hijos. Nuestros
amigos se convirtieron en compadres, los hijos de todos en “primos”, y nacieron
nuevos lazos que serían eternos. Fue a principios de esta década, no recuerdo
el año, que conocí a mi padre biológico, un día de Acción de Gracias. Así sin
aviso, sin esperármelo, le di el primer y último beso de nuestras vidas. Lamentablemente, en esta década también se lo dí a mi madre.
En la quinta década -2003- empecé el conteo regresivo
para el retiro, con nuevos planes y proyectos, que aunque no se concretaron, me
permitieron dar ese paso con muchas ilusiones. Mis hijos se graduaron de la
escuela superior (le di clase a los tres), buscaron sus rumbos, abandonaron el
nido… y descubrí el Internet. Fue ese año que viajé por primera vez a Buenos Aires y por lo que ahora, 10 años después, tengo dos nietos argentinos.
Me enfrenté a que mis hijos dejaran de ser “los hijos
de Elsia” y se refirieran a mí como la
mamá de ellos.
En todas las épocas hubo personas, amigos, que me
ayudaron a seguir adelante. Gente que me
ayudó a moverme para que pudiéramos ir a
actividades escolares y deportivas, que me respaldaron en el proceso de crianza. Gente que me acompañó en los momentos más
felices y me ayudó a superar los más difíciles. Gente que lloró conmigo y río
conmigo, gente que me motivó a desarrollar mis talentos, a olvidar mi timidez,
a luchar por mis hijos y por mí misma, para que ellos se convirtieran en los
adultos que hoy son y yo me sienta hoy realizada. Por miedo a omitir a alguien,
quiero evitar mencionar nombres, pues fueron muchos los ángeles que encontré en
el camino, muchos de los cuales aún siguen a mi lado.
En ocasiones siento que algunos episodios de mi vida
pertenecen a otra persona, que viví por momentos una vida prestada. Cuando miro atrás y pienso en la hija, en la
maestra, en la actriz y directora, en la amiga, en la joven que un día fui, me
parecen escenas envueltas en un sueño, partes de una película ajena.
Cierro esta sexta década con la hermosa e inigualable
experiencia de ser cinco veces abuela.
Un amor distinto, no más grande pero quizás sí más tierno, más divertido. Disfruto
ser la maestra en casa de Edil Nahuel, comunicarme en la distancia con
Germán Emilio, haber estado en el nacimiento de Luna Esperanza, tener en la isla a Mía Beatriz y Urayoán Noel. Si emocionante es que te digan “mami”, indescriptible es escuchar
“abuela”. Y ni decir del poder de persuasión que tienen las palabras “abuelita
linda”.
Escribir cuentos, llevar un blog y participar en
talleres literarios me ilusionan. La
tecnología de este nuevo siglo y el avance de las comunicaciones me maravillan.
El respeto a las canas y la silla asegurada son algunas de las recompensas de
la edad. Ser la abuela en la casa donde fui la menor de las nietas es una
sensación bien extraña. No han pasado
seis décadas en vano.
Crecí, maduré (¡menos mal!), envejecí. Pero… no sé si he cambiado tanto…
Pensaba entonces que los Beatles era el mejor grupo
musical del mundo y que nunca pasarían de moda.
Hoy estoy segura de ello.
Creía que Danny Rivera era la mejor voz masculina de Puerto Rico y Joan Manuel Serrat el mejor cantautor del mundo. Hoy lo sigo creyendo
Creía que Danny Rivera era la mejor voz masculina de Puerto Rico y Joan Manuel Serrat el mejor cantautor del mundo. Hoy lo sigo creyendo
Entonces no me gustaban los salones de belleza, el
maquillaje excesivo ni las joyas. Como
no me gustaban los mariscos ni las aceitunas. Todavía no me gustan.
Pensaba que no había diferencias entre clases
sociales, razas, culturas. Lo sigo
pensando.
Me apasionaba la literatura, la música, las artes y
los deportes. Me siguen apasionando.
De joven creía que la libertad era un derecho de todos
los pueblos y que mi patria, como toda América, podía tenerla. Creía en la posibilidad de un mundo mejor, en
la solidaridad, en la tolerancia, en que la mayoría de los seres humanos son
buenos y podíamos vivir en paz. Hoy, a
pesar de todo…. lo sigo creyendo.
No sé si cerraré más décadas, ¿cómo saberlo? Así me quede una noche, un año o diez, puedo
citar a Amado Nervo:
Muy cerca de
mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca
me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al
final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en
ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.
...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me
dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin
duda largas las noches de mis penas;
mas no me
prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada
me debes! ¡Vida, estamos en paz!