—¿Cuándo vas a decirle la verdad, mami? Esto se te ha ido de las manos.
A pesar de la insistencia de Rosa, no iba a hacerlo. Eran años de mentiras, de justificaciones, de una historia tan bien encajada que ya no podía diferenciar de la otra. ¿Es que había otra? Se sentó frente a la computadora. Él ya la esperaba.
Luna Llena: Amor, hoy no puedo estar mucho tiempo. Mi papá llega temprano del trabajo y ni siquiera he limpiado la casa.
Toro Azul: ¿No está ahí tu hermana para que te ayude?
Luna Llena: Sí, pero Rosita está practicando el violín. Me gusta sentirla feliz. La música es su vida.
Toro Azul: ¿Y tu vida, cariño? ¿Y tu felicidad? ¿Cuando vas a pensar en ti, en nosotros? Ya quisiera yo poder hablar con tu padre, ir a conocerte.
Luna Llena: Sabes que es imposible. Ni siquiera le gusta que esté mucho tiempo en la compu. Si le hablas, me prohibirá entrar y entonces sí tendremos problemas.
Toro Azul: Niña, ¿cuánto tiempo llevamos en esto? Yo no creo que sea tu responsabilidad cuidar a tu hermana y ocuparte de la casa. Mucho menos de tu papá. Que se busque una mujer que lo atienda si se siente incapaz de hacerlo él.
Luna Llena: Lo hemos discutido muchas veces, Amor, tengo los minutos contados. No los desperdiciemos peleando…
Toro Azul: Tienes razón, preciosa. Perdóname…
Así pasaban los días, las semanas, los meses, los años. Ya no recordaba ni cuando comenzó esta farsa. Este personaje, inventado por diversión, ya tenía personalidad y vida propia, más feliz de lo que ella nunca fue. Y lo peor, Luna Llena estaba enamorada de Toro Azul, sin diferenciar lo virtual de lo real, sin entender que ella no existía más allá del monitor.
—Cuéntale la verdad Un día se va a enterar.
—No tiene por qué saberlo, Rosa. Y si ocurre, ya veré cómo solucionarlo. Déjame disfrutarlo mientras dure. Prefiero soportar su rencor a no haber vivido lo que siento.
Y es que no había papá, sino marido. No había hermana, sino hija. Luna Llena era en la vida real la señora Elba Gutiérrez, una mujer que casi le doblaba la edad a ese Toro Azul que rondaba los treinta años. Cuando lo conoció ella ya pasaba los cincuenta. Habían pasado siete años.
Maldita la hora en que inventé a Toro Azul. Toda mi vida fui un toro solitario, nunca pertenecí a manada alguna. Tuve que meterme a jugar al don Juan para terminar enredado en mi propia trampa.
Me miro... me miro... todas las noches me miro. Esa imagen me devuelve la mirada; sin palabras me enfrenta a mi verdad. Sus ojos me hablan: “Cuéntale, Rolando. No juegues con esa niña. Podrías ser su padre. Es tan buena, tan dulce, tan ingenua. Es inmoral un engaño así”.
Y me miro… el pelo cada vez más escaso, más blanco, el rostro arrugado, envejecido, tan distinto a las fotos que le enviaste de tu sobrino.
Y me miro… Y pienso en la posibilidad de que se entere. Y tiemblo.
Y me digo: mañana…
¿Cómo este toro viejo osó enamorarse de la luna?
Elsia Luz Cruz Torruellas
(Siluz)