"..antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era"
(J.L. Borges)
Tanto movimiento alrededor
me asusta. Hoy es el día, sin duda. Han hablado de esto por meses. Antes eran
meros cuchicheos, rumores, luego se supo con certeza. “El terreno tiene más valor
que los apartamentos”. “Es una excelente
localización para un hotel”. “Los turistas siempre buscan el mar”. Así llegaron ellos, con cascos como guerreros:
marcaron viejos planos, hicieron marcas en mis paredes, dieron instrucciones, desalojaron a los
vecinos y forraron mi base de explosivos.
Ya no queda nadie. Los del apartamento 2 fueron los primeros en irse. Supongo
que no quisieron verme caer, sobre todo por los niños. Sería un espectáculo muy
fuerte para ellos. Era tan lindo sentirlos regresar del mar, salpicando de sus
bocas risas y sal. Revivía, con ellos, aquellos años en los que yo era una sola
y en mi terraza tropezaban juguetes e ilusiones.
Después se fue la pareja de ancianos que vivían en el número 4. Si no entendí mal, los mudaban a un “hogar de
abuelos”, quizás tratando de evitar su verdadero nombre. Salieron despacio, no
con la ilusión de una nueva morada, sino con la resignación de quien va a la
última. Creo que fueron los inquilinos que más tiempo duraron aquí; claro, después
de mi gran familia. Esa sí que no podré olvidarla. Ya va tanto tiempo de eso. Entonces me pensaba una casona antigua y respetable, sin saber
que otros me consideraban un caserón destartalado. Esos años, en que los dueños
reunían a hijos y nietos en sus vacaciones, fue mi época de gloria, la que más
disfruté y donde me sentí más útil y amada. Pero a la hora de venderme y
convertirme en casitas de juguete, no
respetaron el recuerdo de los viejos ni
la angustia de Marcela. Ella siempre
estuvo, envejeció conmigo, y se había quedado tan sola. La última vez que la vi
estaba tan ida, tan distinta, tan lejana. Aun así, estoy segura que era
ella. Quiso utilizar su llave, como
antes, pero ya no funcionó. Marcela
sabía que aquí estaba yo. Y yo sabía que era ella. Nadie lo entendió.
¿A dónde habrán ido los del 3? Era una pareja joven, dos mujeres. Fue
tanta la angustia al tener que abandonarme, que ni se despidieron de mí. Todas
las noches daban la vuelta por el mar, y al cruzar la puerta de entrada al
vestíbulo, me saludaban. “Qué bueno estar en casa”, decían. “No sabes cuánta
paz nos dan tus paredes”. Eran las únicas que parecían percatarse de mi
existencia. Ojalá puedan encontrar otro refugio como el que encontraron en mí.
¿Qué será del inquilino del 1? Un
hombre solo, ya mayor. Nunca lo visitó nadie, ni lo vi salir más allá de la
playa. Se sentaba a escribir, horas y horas, caminaba un rato, y volvía a
escribir. Antes de irse, guardó sus papeles en una cajita que escondió entre
mis muros. Se marchó solo, sin maletas,
sin nada. Temo que, al igual que sus memorias, muera conmigo.
El constante movimiento ha cesado. Ahora hay un silencio cómplice que me
grita adiós. Es el principio del fin.
Empieza el conteo regresivo. 10, 9, 8…
Segundos después, ruinas, cenizas, polvo, humo. Y una increíble vista
abierta al mar, mi mar.
Siluz
(basado en el cuento de Pilar Galindo, Historia de una casa)
¡Qué hermoso cuento, me conmovió!
ResponderBorrarGracias, Hilda. Compartimos esa atracción, ese amor, por el mar. Gracias por siempre leer y comentar.
ResponderBorrarDe veras, es una historia conmovedora. A mí también me atrae el mar, para olerlo, sentirlo, contemplarlo. Para meditar y recordar.
ResponderBorrarOlga, es una alegría saludarte por acá. Gracias por la visita. Nos seguimos leyendo, amiga.
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